LA HABANA – Un niño, de nombre Juan José Valdés, va sentado en el Dodge Coronet rojo de su familia, un auto con neumáticos de banda blanca y aletas traseras. Es una mañana de agosto de 1961 en La Habana. Juan José cumplirá 8 años el próximo mes. Sus padres lo están llevando al aeropuerto, donde se despedirán de él. Juan José es su único hijo.
Normalmente, al niño le gustaba ir al aeropuerto. La mayoría de los sábados, ése era el destino de él y su tío Eladio para divertirse. Comenzaban estudiando el mapa de La Habana en la antigua muralla colonial, cerca de la estación del tren. Luego, tomaban un tren hacia el aeropuerto para ver los aviones. Eladio interrogaba a Juan sobre las aerolíneas internacionales. Eran sus primeras lecciones de geografía.
Los mapas y los trenes eran los recursos que usaba el niño para mantenerse orientado en aquellos tiempos de cambio vertiginoso. A los 5 años, había seguido el avance de las fuerzas de Fidel Castro en un mapa de carreteras de la Esso.
Cuando cumplió 6, en 1959, la revolución ya había triunfado. Un día, un tren cargado de campesinos rugió por las vías cercanas a la pequeña casa de la calle Continental, donde Juan vivía en el segundo piso, con su madre y su padre. Un aviso en la parte delantera de la máquina de vapor negra decía: “Gracias Fidel”.
Juan había recibido un tren eléctrico de regalo en su sexto cumpleaños. El motor pesaba un par de libras. Botaba un vapor que parecía humo, y prendía y apagaba los focos delanteros. Tenía un furgón de cola rojo con el sello “Hecho en los Estados Unidos de América”.
Las ventanas de la escuela primaria católica de Juan se estremecieron el día de marzo de 1960 en que un carguero francés lleno de municiones belgas explotó en el puerto. Su profesor improvisó una lección sobre la ruta que el barco había tomado hacia Cuba.
Ese septiembre, los familiares y amigos sonrieron una vez más ante la cámara, para la típica foto del séptimo cumpleaños de Juan. Posaron detrás de la mesa del comedor, Juan frente a sus padres. A su derecha, de pie, sus primos Mayda y Miguel.
Siete meses después, en abril de 1961, se produjo un ataque en un lugar cuyo nombre en inglés no aparecía en ninguno de los mapas de Juan: Bahía de Cochinos.
Ahora, el 10 de agosto, es el adiós.
Juan trata de ser valiente en la sala de embarque conocida como La Pecera. Sus padres están al otro lado del cristal, con sus ojos húmedos, tratando de comunicarse.
Muchos detalles de ese día, y de la vida que terminó tan abruptamente, fueron encerrados en un armario mental que el geógrafo de 60 años de edad, residente en Gaithersburg, Maryland (en el área metropolitana de Washington, DC) se esforzaría algún día en abrir cuidadosamente. Pero algunas impresiones lo atormentaban en sus sueños.
Aún recuerda a su padre diciéndole que escogiera su juguete favorito para el viaje. Imagínense al niño sentado en La Pecera, aferrado al motor de su tren. Es hora de irse. Un soldado en uniforme verde lo detiene. El soldado se apodera de la locomotora y le dice: “En el lugar al que vas, no vas a necesitar eso”.
¿A dónde iba? Valdés no tenía una idea más clara que la de ninguno de los 14.000 niños cubanos no acompañados, cuyos padres los estaban enviando a los Estados Unidos, entre 1960 y 1962. El puente aéreo improvisado, conocido como Operación Pedro Pan, había recibido apoyo de una Agencia Estadounidense de Ayuda Católica y del gobierno de los Estados Unidos.
Aproximadamente la mitad de los niños fueron recibidos por familiares en Miami. Otros fueron asignados a campamentos, hogares grupales o familias sustitutas por todo el país. En la mayoría de los casos – a veces esto tardaba años – los padres pudieron finalmente salir de Cuba y reunirse con sus hijos.
La ruptura dejó cicatrices, incluso en aquellos niños que se reunieron con sus familias con relativa rapidez. Sus infancias en Cuba, cada vez más borrosas y distantes, titilaban y los atraían como una confiscada Tierra de Nunca Jamás.
La creciente literatura sobre la operación Pedro Pan revela una gran variedad de respuestas a un trauma común. Muchos Pedro Panes están agradecidos por la elección que sus padres hicieron. Algunos dicen que nunca les harían eso a sus propios hijos. Algunos sienten una rabia tan fuerte contra el gobierno revolucionario que se niegan a poner un pie en la isla, mientras éste perdure. Otros piensan que una visita sería sanadora.
Cuba es el único país al cual el gobierno de Estados Unidos restringe los viajes de sus propios ciudadanos. Pero las visitas culturales y educativas autorizadas han permitido la visita de un número récord de estadounidenses. Según las estadísticas de turismo cubanas, casi 100.000 la visitaron en 2012 y más del doble de esta cifra cinco años antes. Además, los cubanos cuentan a los visitantes extranjeros por separado. Más de 400.000 personas nacidas en Cuba la visitaron en 2012, la mayoría de los Estados Unidos, según un funcionario cubano.
Nadie sabe cuántos de ellos son Pedro Panes. Se mezclan con la gran masa de los cubanoamericanos, todos en busca del tiempo perdido. Los taxistas, camareros y guías turísticos hablan de ciertos extranjeros con apariencia de prósperos, en el otoño de sus vidas, que hacen preguntas con tímido entusiasmo, en un español básico. Los visitantes llevan fotografías o recortes descoloridos con direcciones, y preguntan por direcciones de una casa, una escuela, una pila bautismal, un cementerio.
Juan José Valdés llegó a ser no sólo un geógrafo, sino El Geógrafo – su título real – de la National Geographic Society, donde ayuda a conducir políticas y proyectos de mapas. También se convirtió en un aficionado de los trenes y construyó una maqueta-tren que domina su sótano en Gaithersburg. Esto es un claro intento de compensarse a sí mismo por aquella locomotora que le quitaron.
“Toda mi vida he estado buscando ese tren”, dice.
Sus padres, José y Juliana, trabajaban para la Compañía Eléctrica de Cuba. José era un gerente de operaciones informáticas y Juliana trabajaba como empleada. No eran políticamente activos, pero al comienzo apreciaban a Castro, quien había prometido reformas y elecciones. Pero ese sentimiento se transformó en el temor de que a su hijo lo adoctrinaran para convertirse en “comunista”. La solución era enviarlo lejos.
La familia había estado de vacaciones en Miami en 1957, y los padres de Juan se esforzaron en embarcarlo en un avión antes de que su visa expirara en septiembre de 1961. Sus visas, emitidas antes que la del niño, ya habían expirado. Se suponía que a él lo recibirían unos amigos de la familia en Miami. En cambio, pasó sus primeros 90 minutos en los Estados Unidos perdido en el aeropuerto.
En La Habana, “llorábamos todas las noches”, recuerda José, ahora de 85 años y quien vive cerca de su hijo. Juliana murió hace varios años. “Esa es la razón por la cual regalamos todos los muebles de su habitación a un vecino. Porque cada vez que entrábamos en la habitación, veíamos todos los muebles, todos los juguetes y todo, y llorábamos”.
Los padres trabajaron frenéticamente para obtener nuevas visas a través de conexiones en Miami. A cambio del permiso para salir, el gobierno se quedó con su casa, la mayor parte de sus muebles y una parte de su cuenta bancaria. A principios de 1962, se reunieron con su hijo.
La Iglesia Presbiteriana de Wheaton patrocinó el traslado de la familia a un apartamento amueblado en University Boulevard, en 1963. Su llegada fue documentada en el diario The Washington Post, bajo el título “Jóvenes del área realizan trabajos ocasionales para dar a una familia cubana un nuevo comienzo en sus vidas”.
José consiguió un trabajo manejando las computadoras en el Washington Star y luego en IBM. Juliana fue empleada de Montgomery Ward, en Wheaton Plaza. Juan le dijo a sus profesores y compañeros de clase que se llamaba John, y se convirtió en ciudadano a los 16, en 1969. Volvió a “Juan” cuando era un adulto joven. Su novia del Wheaton High School, ahora su esposa durante 37 años – antes Kathy Wessells, de ascendencia irlandesa y alemana – todavía lo llama John de vez en cuando. Tienen dos hijas y dos nietas.
Durante la mayor parte de su vida, Juan José Valdés trató de enterrar su infancia cubana. Adaptarse a una nueva forma de vida ya era lo suficientemente difícil sin el doloroso recordatorio de todo lo que había perdido.
“Ahora, me parece que estoy en esa etapa de mi vida en que todas esas cosas están regresando. Si no me llegan en los sueños, me regresan en pequeñas indicaciones sensoriales visuales, auditivas, que me dan flashbacks. Quiero conectarlas”.
En 2011, dirigió la creación de un hermoso mapa de pared nuevo de Cuba, primera representación de la isla realizada por la National Geographic desde 1906. El mapa causó sensación. Se le pidió a Valdés que dictara conferencias. Contaría su historia, ilustrada con diapositivas. También se le asignó que ayudara a dirigir visitas culturales y educativas de la National Geographic a Cuba.
Por esos días, en un apartamento en Toronto, una abuela de La Habana buscaba a un primo perdido hace mucho tiempo, a través de Internet. Mayda Arecelia Valdés Pérez estaba visitando a su hijo, quien había emigrado a Canadá. Encontró un video en YouTube que mostraba a un hombre que dictaba una conferencia sobre un mapa. Una instantánea apareció en la pantalla: ¡la última foto del cumpleaños de Juan en La Habana!
“Mira, ¡Ésa soy yo!” gritó Mayda. “¡Ése es mi hermano!¡Ése es mi primo! “
El hijo de Mayda envió un correo electrónico a Valdés con la información para contactar a su madre en La Habana, mientras el geógrafo empacaba maletas para iniciar una gira en la primavera pasada.
En dos giras que había realizado durante años anteriores, Valdés no tenía ni idea del paradero de sus primos. Pero cada vez su interés iba en aumento. Al principio, sólo estar en las zonas turísticas le suministraba una dosis bastante fuerte de los tiempos idos. En la siguiente ocasión, logró realizar un paseo a su casa de la infancia con un cubano que había conocido. Se quedó de pie en la acera, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Sintió dolor, gratitud, admiración. Un par de vecinos lo reconocieron. “Juanito” “Juan del barrio”, dijeron, según contó su amigo cubano. Las personas que vivían en la casa eran extraños.
Valdés no se atrevió a cruzar el umbral.
“No tuve la fortaleza”, recordó. “Ya había sido demasiado llegar allí, y haber atravesado la puerta hubiera sido mucho más.”
Ahora, mientras se preparaba para volver de nuevo y encontrar a sus primos, era casi como si el geógrafo le hiciera clic al ícono de zoom en su programa de mapas: ampliar el terreno del Nunca Jamás, armándose de valor para profundizar.
Al lado del Parque Central, el Parque Central de la Habana, lujosos automóviles americanos de color brillante resplandecen bajo el sol – Chrysler, Chevrolets y Fords 1950 que los cubanos han conservado estupendamente. Valdés no divisa ningún Dodge Coronet rojo.
Él está montado en un compacto envejecido. Al volante, está el amigo cubano a quien Juan conoció en un viaje anterior, y quien dice que sus padres nunca lo hubieran enviado al exterior, porque creían en la revolución.
“Imagínese, ver la casa donde usted nació”, dice el amigo mientras se disponen a visitar su casa y a buscar a los primos de Juan. “Se me pone la piel de gallina al pensar en el tema de esta familia, y los amigos que Juan José tuvo que dejar. Los que se van y los que se quedan. … ¿Tal vez a Juan José le hubiera gustado quedarse? “
“No”, dice Valdés, “creo que fue la mejor decisión”.
El tema es complicado, sin embargo: “Ahora como adulto, puedo racionalizar por qué se hizo. Pero mientras era un niño que crecía, me preguntaba: ¿Por qué me pasó esto a mí? ¿Por qué hacen esto?
“Siempre me pregunto qué hubiera pasado si nos hubiéramos quedado en Cuba. ¿Qué me hubiera pasado a mí? “
Después de enterarse de que los padres de Valdés habían dejado de simpatizar con la Revolución, su amigo le da este veredicto:
“Ellos hubieran sido simplemente lumpen aquí en Cuba, no tendrían acceso a nada, no existirían. Hubieran terminado inmigrando a los Estados Unidos de todos modos. Apuesto a que se hubieran atrevido a viajar hasta en los dientes de un tiburón”.
“O tal vez te habrías quedado, habrías estudiado, tendrías tal vez una carrera universitaria. Y hoy serías un profesional más, un ingeniero más. Que desde mi punto de vista no tienen ningún futuro en Cuba. … Si no trabajas en el turismo, no eres nada. Sí, la educación y la atención de salud son gratuitos, pero es muy difícil”.
Valdés podría haber adivinado eso. Pero esto no tiene en cuenta una dimensión extra que el geógrafo percibe, mientras explora.
“¿Estás captando los rostros de La Habana?”, dice alegremente una mañana en medio de una acera llena de gente. “¿Estás mirando a todos y a cada uno y observando toda la variedad? Se siente tan familiar. Se siente tan cómodo. Estoy seguro de que la gente de Miami me ahorcaría, me cortaría en cuatro, y me volverían alquitrán, pero eso es lo que siento yo. La única manera que puedo explicarlo, dejando a un lado la política es: Esto me hace sentir bien”.
Había pasado los nueve días previos guiando a dos docenas de personas en la gira de la National Geographic, llamada “Cuba: Descubriendo su gente y su cultura.” El itinerario los había llevado a los sitios culturales e históricos de La Habana y de las ciudades cercanas, y les había presentado a los artistas, los intelectuales y a cubanos del común. Los visitantes vieron la minuciosa restauración de las grandes plazas de La Habana Vieja y escucharon al Coro de Cienfuegos.
En un antiguo molino de azúcar, Valdés pidió permiso a un agricultor para recoger un poco de arena para llevar a casa. No tuvo que dar ninguna explicación.
“He oído esta historia antes”, dijo el agricultor.
Uno de los viajeros era Diana Canova, hija de Judy Canova, la fallecida estrella de Hollywood y de Filberto Rivero, el fallecido músico de origen cubano.
“Este viaje significa más para mí que cualquier viaje que jamás haré”, dijo Diana, quien creció viendo la tristeza de su padre por no poder regresar a su patria. “Esto para mí es una peregrinación en honor a mi papá. Llega muy profundo”.
Hay miseria en medio de la grandeza. Los edificios históricos en La Habana se están cayendo más rápido de lo que pueden ser preservados. Hay ropa colgando en los pisos superiores de antiguos palacios, ahora descascarados y atestados. Niños en callejones sin bates, pelotas o guantes para jugar, juegan al stickball con tapas de botellas plásticas.
“Trato de mirar, más allá de lo obvio, lo majestuoso que realmente es, lo majestuosa que Cuba podría verdaderamente ser”, dice Valdés. “Aquí hay alegría. Hay vida”.
Después de que la gira termina y los invitados parten, él tiene un día y medio para buscar puntos de referencia de su preexistencia, como el mapa en la pared que él usaba para estudiar con el tío Eladio.
“Esto demuestra que soy de alguna parte”, dice. “Es todo lo que estoy buscando.”
El conductor de Valdés gira el auto en la calle Continental. El barrio tiene características suburbanas, con palmeras, céspedes ordenados, y casas compactas de dos pisos. Valdés está tranquilo, alerta.
“Parece tan familiar”, dice.
“¿Cuál casa?”, pregunta el conductor.
“Ahí, ahí, ahí!”, dice Valdés.
El garaje que albergaba el Dodge Coronet ha sido convertido en una cocina para otro apartamento en la planta baja, porque ahora tres familias viven en la casa. Pero después de 52 años, lo más notable es lo poco que ha cambiado.
En la planta baja, donde vivieron dos tías hasta que se mudaron a los Estados Unidos, cuelgan en la pared los mismos cuadros de paisajes españoles. Valdés ve la máquina de coser de su abuela. Al pie de las escaleras está el compartimento que él usaba para recuperar las botellas dejadas por el lechero.
Ahora empieza a subir lentamente las escaleras. La residente del segundo piso, una mujer de mediana edad, lo saluda cordialmente. Su familia es la segunda viviendo aquí desde que los Valdés se fueron. Ella se disculpa de que no ha sido capaz de mantener la casa en las mejores condiciones. Sin embargo, todavía está impecable, con muebles blancos de buen gusto. Ella llama orgullosamente la atención de Valdés hacia el baño, que es idéntico a como era en 1961.
Valdés entra en el comedor y se detiene. Ve una mesa exactamente en el lugar donde los Valdés se tomaban todos los retratos de los cumpleaños.
“Ahí es donde celebrábamos nuestros cumpleaños”, dice con voz entrecortada.
“Nosotros también celebramos los nuestros ahí”, dice la mujer.
“¿Me harías el honor de ponerte de pie a mi lado para tomar una foto…” —Valdés no puede hablar por un momento— “para celebrar todos los cumpleaños que no pude celebrar aquí?”
La melodía de un vendedor que vende maní flota hacia arriba, desde la calle.
“Imagínese, en el año 1961”, Valdés dice a la mujer. “Me voy a la cama el 9 de agosto, como si nada, un día normal. Y la mañana siguiente, ‘Vamos, vístete, vamos.’ “
“¿Tú eres Peter Pan?”, pregunta la mujer, con el inglés “Peter”.
“Sí”.
Ella toca su brazo para consolarlo.
“Usted es cubano”, dice ella.
“Sí, yo soy cubano”, dice Valdés.
El conductor se detiene frente a un edificio alto de apartamentos y Valdés sostiene la puerta para que la prima Mayda suba. Ella es vivaz y lleva puesto un vestido verde que combina con sus penetrantes ojos verdes. Mayda observa inquisitivamente a su primo, a quien no ha visto en 52 años.
“¿De dónde salió esa barba?” pregunta ella en broma.
“Para compensar lo que hay en la parte superior,” dice Juan, señalando su corona de calvicie.
“¡Pareces un lobo!”
Como si el tiempo no hubiera pasado en lo absoluto.
Vuelven al hotel de Juan donde se encuentran con el primo Miguel Gerardo Valdés Pérez. Los primos se sientan en una mesa en el vestíbulo y piden refrescos. Miguel lleva una montaña de fotos de la familia en blanco y negro. Cada una es una pequeña revelación para Juan, que las despliega sobre la mesa y toma fotografías de las imágenes.
Miguel, de 60 años, es un profesor universitario de comunicaciones que conduce una motocicleta 1963 de Alemania Oriental. Mayda, de 65 años, estudió economía y tuvo una carrera como secretaria ejecutiva. Ellos son los últimos familiares conocidos del lado del padre de Valdés que permanecen en Cuba.
“Cada vez que voy al aeropuerto, me pongo triste”, dice Miguel. “En el aeropuerto me he despedido de los seres más queridos de mi vida. Mi familia, mis amigos de la escuela. Desde el aeropuerto se fue parte de nuestra familia, y dejamos de ser lo que éramos”.
Eran una típica familia cubana, grande, cercana, de la década de 1950. El padre de Juan acostumbraba a llevar a los primos a Woolworth y les compraba una muñeca a Mayda y autos de juguete a los niños. Merendaban con cacahuetes tostados y salados que vendían en conos delgados de papel blanco.
Nunca hubo dudas sobre si Mayda y Miguel serían enviados a los Estados Unidos, debido a que su madre no quería oír hablar de ello. Su orgullo nacionalista cubano y su compromiso con la unidad familiar eran sus valores más fuertes. Al final, cuatro de los seis hermanos del padre de Juan se quedaron en Cuba.
Mayda y Miguel no se arrepienten de haberse quedado.
“La tierra te duele”, dice Miguel citando una letra cantada por Gloria Estefan. La canción es sobre alguien que echa de menos la tierra de sus raíces.
Miguel añade que, para él, el primer deber de una persona es estar presente para enterrar a sus antepasados. “Y les hablo con el orgullo de haber enterrado a los míos”.
Y continúa: “Aceptamos todas las transformaciones de aquí, y él asumió el contexto donde él llegó. Pero creo que lo más importante es lo que animó a Mayda a ponerse en contacto. Este vínculo familiar que no ha dejado de sentirse. No son sólo las fotos, son los recuerdos. … Juan ha hecho una vida muy buena, pero él no olvida sus raíces, y eso es muy grande.
La música de la banda sonora de la película “La vuelta al mundo en 80 días” de 1956, llena el salón de la ordenada y modesta casa de Miguel. Juan y Mayda bailan.
El sonido analógico grande y cálido proviene de un fonógrafo del tamaño de una pequeña nevera. Es el tocadiscos que estaba en la casa de Juan hace 52 años, con los mismos discos.
“Recuerdo cuando bailaba este vals con mi madre”, dice Juan.
Cuando los Valdés llegaron a los Estados Unidos, la música volvió a llenar su residencia, sobre todo los sábados, el día reservado para la limpieza.
“Desde las 7 de la mañana hasta las 9 de la noche escuchábamos música y algunas veces vi llorar a mi madre,” les dice Juan a Mayda y a Miguel. “Ahora sé por qué estaba llorando.”
Miguel se retira a un cuarto trasero y reaparece cargando con reverencia un objeto, sosteniéndolo con las dos manos. Se lo da a Juan.
Es la locomotora perdida.
Juan se queda sin habla. Se queda mirando el motor del tren, estudia sus características.
¿Cómo puede ser esto?
“¿Así que siempre recordabas este tren, como una imagen en tu mente?”, dice Miguel.
“Años y años de sueños y pesadillas”, dice Juan. “Pensé que alguien en La Pecera se había quedado con mi tren”.
Verificando sus recuerdos y sueños, el cartógrafo ha descubierto un error: el soldado no robó su tren, lo dejó a un lado. Ahora sólo puede suponer que la imaginación de un niño asustado reprimió y redujo la pérdida de su infancia cubana a su esencia emocional, probablemente no a los hechos. Lo que es cierto es que una fuerza grande y desconcertante le quitó algo querido.
Miguel también le enseña a Juan el ténder y el furgón de cola para que Juan se lo lleve a Gaithersburg. Los primos están en silencio, sobrecogidos por la emoción. Juan rompe el silencio con una frase que su padre solía decir para animar sus espíritus: “¡Pa’lante!”
“Lo bonito es que tengo el motor y el furgón de cola”, dice Juan. “Y sé lo que va entre los dos”.
David Montgomery es un periodista de The Washington Post
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