Sus padres le pidieron que no los abandonara. Le rogaron que no se marchara a Estados Unidos porque corría el riesgo de morir en el intento y ellos podrían no volverlo a ver. Pero José S. no los obedeció.
Por muchos años, este joven había visto en su natal Siguatepeque, en Comayagua, Honduras, cómo las familias de sus amigos de la infancia vivían mejor, desde que ellos se habían venido a trabajar en Estados Unidos.
Y a sus 21 años, en 2006, José decidió emprender la travesía. Cuenta que le habían dado una idea de los peligros que le esperaban para salir de Honduras, atravesar Guatemala, México y el río Grande, en la frontera que lo traería a este país. Luego de tener éxito en su primer viaje, vivir y trabajar cuatro años en Tennessee, fue deportado en 2010, regresando sin nada a Honduras, todo lo contrario de lo que una vez soñó.
“La idea que uno tiene es venir a Estados Unidos pero no se imagina la cantidad de obstáculos que va a encontrar en el camino. Pero una vez tomada la decisión ya no hay vuelta atrás, siempre que te acompañe Dios”, dijo José en una entrevista con El Tiempo Latino en Virginia, donde vive hace tres años después de viajar a Estados Unidos por segunda vez.
Alertados de los grandes riesgos que acarrea el viaje ilegal a este país, sus padres y hermanos mayores le pidieron a José que lo pensara bien antes de emprender el incierto viaje. “Recuerdo que mis viejos estaban en la cocina de la casa cuando les comuniqué mi deseo de venirme y me pidieron que no los dejara, me expresaron su temor, me alertaron de que por lo general no se regresa si se logra pasar, si es que uno no muere en el intento”, recordó. “Uno ve que se vienen los amigos y allá en el pueblo se comienzan a reflejar los cambios. Comienzan a hacer sus casas, la economía mejora para sus familias y entonces uno se decide”, admitió.
En su primer viaje recorrió unos 5 mil kilómetros, en autobuses, a pie, balsas, sobre el tren La Bestia en México, arrastrado por las corrientes en el río Grande (o río Bravo como lo llaman en México) y luego caminando y en las camionetas de los coyotes, una vez que entró a este país. Dice que tardó 25 días y se montó en el techo de trece trenes hasta llegar a Nuevo Laredo.
La ruta no fue fácil desde que salió de Honduras. Viajó tres días en autobús para llegar a Guatemala, navegó seis horas por el río Hondo, que lo llevó cerca de México, caminó dos noches para llegar a Tenosique, Tabasco, México, “el primer pueblo donde pasa el tren”, recordó.
Son unos seis días arriba del tren hasta llegar a Coatzacoalcos, Veracruz. “Después paramos en Medias Aguas, Orizaba, y de ahí hasta la estación Lechería, en Ciudad de México”. A esas alturas llevan unos diez días de camino.
“Uno viene ya deshidratado, sucio, engrasado, enfermo, veníamos sentados en lo caliente del tren y cuando orinábamos ya sabíamos que nuestra salud se debilitaba”, explicó José. “Si uno trae dinero come, si no tiene que pedir”. Contó que hay unas 25 líneas y uno no sabe cuál vagón va a salir”, continuó.
Los que viajan sobre el tren La Bestia deben cuidarse de otros pasajeros, ya que corren el riesgo de ser maltratados, violados e incluso arrojados del mismo tren. “En esa oportunidad habíamos unos 200 viajeros esperando y pocos nos subimos al tren, entre mujeres, niños y hombres. La mayoría se caen al piso”, alertó.
Son horas de camino, viajan de madrugada, sin comer y amarrados de los hierros del tren. Luego José y sus compañeros siguieron rumbo a San Luis Potosí. “Viajamos dos días, y de ahí a Monterrey y luego a Nuevo Laredo desde donde recorremos una hora en carro para llegar hasta el río Grande”.
“Al llegar pasamos dos semanas en las barracas, esperando ver cómo estaba el movimiento de inmigración en la frontera. Si está fuerte hay que devolverse. Es complicado”, admitió.
“Me lancé al río, desnudo, con la bolsa de ropa en la cabeza, la corriente me arrastró y creí que iba a morir”.
El río Grande ocupa 1.455 kilómetros de los 3.100 que dividen a Estados Unidos y México. El cauce es profundo, las aguas son verdosas y hay fuertes corrientes y remolinos, pero también mucha espesura en la orilla estadounidense, lo que ofrece kilómetros de escondite. Muchos de los que no lo logran atravesar mueren o terminan hinchados, reblandecidos y blanquecinos. “En el río fue cuando más temí por mi vida”, admitió José.
“Después de pasar la frontera comienza el largo camino hasta San Antonio, Texas, son tres días de camino, había que saber administrar el agua y la poca comida que nos quedaba. Gracias a Dios logré llegar”.
José afirma que la falta de comida, agua y el cansancio le agobiaron en los días finales del trayecto a San Antonio “pero uno no quiere dejarse agarrar, ya lleva casi un mes en la travesía, falta poco, todo el esfuerzo puede desaparecer en un minuto de descuido”.
Aseguró que hay muchos agentes de inmigración patrullando, en helicópteros, motos, caballos y autos. “Ellos están esparcidos por todos lados y uno solo anda con Dios”, confiesa.
Recuerda José que lo montaron en un camión tapiado con madera y materiales de construcción para despistar a los agentes. Dice que llegó “muerto de hambre y de sed, los coyotes te meten en una bodega, estás deshidratado, con la boca seca, unos ocho días sin comer, solo cuatro granos de maíz enlatado con los que tratas de mojar la boca”.
“De ahí salí en una camioneta que era operada también por los coyotes, ése es otro negocio”, relató. “Para pagar a los coyotes mi amigo me envió dinero por una transferencia, en mi caso fueron $2 mil que me prestaron, ya los pagué, le agradezco a ese amigo de mi infancia. Fue uno de los ejemplos que tuve para venirme”, anotó
El viaje de José continuó rumbo a Tennessee, donde lo esperaban algunos primos.
“Llegué sin nada”, expresó. Descansó una semana y de ahí lo llevaron a trabajar en construcción. El sueño americano de José se había empezado a cumplir, sus viejos en Honduras ya respiraban tranquilos y él les mandaba dinero. Pasaron cuatro años.
Sin embargo, Inmigración allanó el apartamento donde vivía y desde ahí lo deportaron a Honduras. “Nunca quise irme de este país de esa manera, yo quería irme con una maleta, con ropa, quizás dinero y no en un avión de inmigración”, admitió José visiblemente contrariado. Pasó el 2011 y 2012 en su país, reunió dinero para volver a venir. Y lo logró.
La ruta hasta la frontera fue similar al primer viaje. “Pero cuando llegamos a Nuevo Laredo la cosa estaba muy fea, había mucha delincuencia, extorsión, crimen y nos dijeron que no nos viniéramos por ahí”.
Se fue a Reynosa, pero fue “muy lamentable”. Vio muertos, enfermos, ahogados y supo de desaparecidos en el río. “Uno ve a algún compañero hoy y más nunca lo vuelve a ver”, lamentó.
“En este viaje pasamos el río en balsa, no arriesgamos tanto la vida ahí. Caminamos cinco noches, dejamos en el camino a una mujer, quedó en el desierto. Nos gritaba que no la dejáramos pero teníamos que seguir”, dijo. “Era una mujer hondureña que estaba un poco gorda, se deshidrató, se desangró, fue muy triste para mí, le ayudamos un buen trayecto, pero al final no pudo saltar una pared muy alta que encontramos, le dejamos algo de agua y seguimos. Más nunca supimos de ella. Caminamos tres noches más para llegar a San Antonio y luego a Houston, me vine a Virginia y aquí encontré a un amigo. Pagué $3.200 para que me trajeran”, relató.
“El día que me vaya quiero llevarme algo, no como la primera vez”, reiteró.
José ya echó raíces en Estados Unidos, tiene un niño de siete meses y está casado con una salvadoreña que es residente legal, dos lazos que pudieran beneficiarlo en un futuro proceso de amnistía.
“Hay que esperar, eso no es de la noche a la mañana”.
José concluyó enviando un mensaje a todos los que quieran, como él, venir por la frontera a cumplir su sueño en este país. “Que se apeguen a Dios quienes quieran venir, solo Él puede protegerlos de tantos peligros en el camino. Y los que hayan pasado y vivan aquí que se porten bien y le echen muchas ganas”, concluyó.