Los valores es lo que más me importa. Y éste es un buen momento para hablar de ellos, para reafirmar lo que defendemos.
Cuando Carol [Blue] me llamó para contarme que me habían concedido el Premio Hitchens, me quedé atónito. El premio es tan nuevo que ni siquiera había oído hablar de él. Y me preguntaba cómo era posible encontrar puntos comunes entre mi trayectoria en el periodismo y la brillante carrera de Christopher.
Estuve -y estoy- enormemente agradecido de ganar un premio que honra el legado de Christopher. También estoy agradecido con Dennis y Victoria Ross, que se inspiraron para crearlo. Y honrado de seguir los pasos del extraordinario documentalista Alex Gibney, [ganador del año pasado].
Sin embargo, he estado investigando la vida y el trabajo de Christopher, buscando coincidencias. Un amigo cercano y periodista sumamente exitoso me envió una nota después de enterarse de las noticias. “Te respeto mucho. Y respeto mucho a Hitchens. Sin embargo, no puedo decir que son cortados de la misma tela”.
No es sorprendente que mi amigo me dijera eso. Christopher fumaba sin cesar. Yo no fumo. Nunca lo hice. Bebía con frecuencia, comenzando con whisky, terminando con coñac. Bebo muy poco, y casi nunca escocés o coñac. Él era un escritor impresionantemente prolífico. Yo soy editor, desde 1983. Él escribió libros, incluyendo un best-seller sobre sus memorias. No lo he hecho… y yo soy mi tema menos favorito.
Hacía apariciones frecuentes en la televisión y en plataformas de debate. Yo preferí quedarme detrás de las cámaras, hasta que una película me hizo salir.
Una vez él se sometió a “Waterboarding”. También se hizo una depilación con cera del bikini brasileño. Yo no haría ninguna de las dos. Y como Graydon Carter escribió en su elocuente ensayo el día en que murió Christopher: “será recordado por las millones de palabras que dejó”. A mí me recordarán por lo poco que hablé; la película Spotlight es un indicador.
Pobre Liev Schreiber. No se le podría haber asignado un papel más desafiante. Tuvo que retratar a alguien que es tacaño con las palabras y muy reservado con sus emociones. No es de extrañar que cuando nos conocimos, Liev siguió investigando para ver si yo había hecho o dicho algo más dramático.
De modo que Christopher y yo éramos personas muy diferentes. Pero también teníamos mucho en común.
En Hitch-22, Christopher cuenta cómo recibió una llamada del Washington Post el día de San Valentín en 1989 en la que se le consultaba su opinión sobre lo que el fatwah Ayatollah Khomeini había dicho en contra de [el novelista] Salman Rushdie.
Escribió: “una cuestión de todo lo que odiaba frente a todo lo que amaba. En la columna del odio: dictadura, religión, estupidez, demagogia, censura, saboteo e intimidación. En la columna del amor: la literatura, la ironía, el humor, el individuo y la defensa de la libre expresión. Además, por supuesto, de la amistad”.
Cuando se trata de valores, con la excepción de la religión -que no la odio-, Christopher y yo hemos sido cortados de la misma tela.
Los valores es lo que más importa. Y este es un buen momento para hablar de ellos.
Un buen momento para reafirmar lo que nosotros como periodistas defendemos.
Estamos en un momento en el que nos vemos obligados a luchar por la libertad de expresión y los derechos que nos otorga la Constitución, sí, pero también por las mismas cualidades que desde hace mucho nos distinguen de otras naciones.
Pronto será la investidura de un nuevo presidente. Él fue elegido después de haber emprendido un asalto directo contra la prensa. El ataque hacia los medios de comunicación fue una pieza central de su campa- ña. Describió a la prensa como “repugnante”, “escoria”. Calificó a los periodistas como la “forma más baja de la humanidad”. Y eso aparentemente no fue suficiente. Así que nos llamó “la forma más baja de la vida”. En las últimas semanas de la campaña nos etiquetó como “enemigos”.
No es de extrañar que algunos miembros de nuestro personal en The Washington Post y en otras organizaciones de noticias hayan recibido viles insultos y amenazas de daño personal tan preocupantes que fue necesario tomar medidas adicionales de seguridad. No es de extrañar que un lugar de Internet conocido por el odio y la misoginia y el nacionalismo blanco publicó las direcciones de los ejecutivos de los medios de comunicación, invitando claramente al vandalismo o incluso algo peor. Afortunadamente, según conozco, nada le ha pasado a nadie. Luego hubo la campaña antisemita de periodistas en Twitter.
Donald Trump dijo que quería “abrir” las leyes de difamación. Y propuso hostigar a los medios de comunicación mediante demandas, elevando sus gastos legales con el objetivo de debilitarlos financieramente.
Con respecto al Washington Post, ordenó que se revocaran nuestras credenciales de prensa durante la campaña, prohibiéndonos el acceso rutinario de prensa a sus eventos, porque nuestra cobertura no alcanzó su aprobación. Incluso antes de que fuéramos incluidos en su lista negra de meses de duración, Donald Trump falsamente alegó que nuestro propietario, Jeff Bezos, estaba orquestando esa cobertura. Y él abiertamente insinuó que, si se convirtiera en presidente, tomaría represalias.
El propio Jeff Bezos se refirió perfectamente a esto en varias ocasiones. “Queremos una sociedad”, dijo, “donde cualquiera de nosotros, cualquier individuo en este país, cualquier institución de este país, si así lo desean, puede escudriñar, examinar y criticar a un funcionario electo, especialmente a un candidato para el cargo más alto en el país más poderoso de la tierra”. “Tenemos leyes fundamentales…Tenemos derechos constitucionales en este país a la libertad de expresión. Pero ésa no es la razón principal. También tenemos normas culturales que apoyan eso, donde usted no tiene que tener miedo a las represalias. Y esas normas culturales son al menos tan importantes como la Constitución”.
No es de extrañar que algunos miembros de nuestro personal en The Washington Post y en otras organizaciones de noticias hayan recibidos viles insultos y amenazas de daño personal
Haber sido electo no ha cambiado nada. Después de su elección -en medio de las protestas contra él- Donald Trump recurrió a Twitter para acusar a los medios de incitar a la violencia cuando, por supuesto, no había habido ninguna incitación por parte de nadie.
Recientemente, la periodista de CNN Christiane Amanpour explicó elocuentemente la gravedad de tales acusaciones deliberadamente falsas que emanan de un futuro jefe de Estado. Ella estaba hablando cuando fue honrada por el Comité para Proteger Periodistas.
“Una postal del mundo”, dijo ella, “Así es como pasa con autoritarios como Sisi, Erdoğan, Putin, los Ayatolas, Duterte… Primero los medios de comunicación son acusados de incitar, luego simpatizar, luego asociarse —hasta que de repente se encuentran acusados de ser terroristas y subversivos. Luego terminan esposados, en jaulas, tribunales irregulares, en prisión … ¿y quién sabe? Cuando la prensa está bajo ataque, no siempre podemos contar con las instituciones de nuestra nación para salvaguardar nuestras libertades, ni siquiera los tribunales.
Algunas veces a lo largo de nuestra historia, han fallado vergonzosamente, fue así con el Sedition Act de 1798 bajo el Presidente John Adams, las fuertemente represivas Actas de Sedición y Espionaje de Woodrow Wilson en el contexto de la Primera Guerra Mundial o la Era McCarthy que aún sirve para recordarnos lo que resulta de una búsqueda deshonesta e imprudente de enemigos. La máxima defensa de la libertad de prensa radica en nuestro trabajo diario.
Muchos periodistas se preguntan con gran preocupación lo que va a ser de nosotros durante los próximos cuatro años, tal vez ocho. ¿Seremos incesantemente acosados y vilipendiados? ¿La nueva administración aprovechará las oportunidades para intentar intimidarnos? ¿Nos enfrentaremos a la obstrucción en cada esquina?
Si es así, ¿qué hacemos? La respuesta, creo, es bastante simple. Solo hagamos nuestro trabajo. Hagámoslo como se supone que se debe hacer.
Cada día que entro en nuestra redacción, me enfrento a un muro que articula un conjunto de principios que fueron establecidos en 1933 por un nuevo dueño del Washington Post, Eugene Meyer, cuya familia pasó a publicar el Post durante 80 años. Los principios comienzan de la siguiente manera: “La primera misión de un periódico es decir la verdad, toda verdad que pueda ser comprobada”.
El público espera eso de nosotros. Si fallamos en perseguir la verdad y decirla con firmeza porque tememos ser impopulares, o porque nos asalten intereses poderosos (incluyendo la Casa Blanca y el Congreso), o porque nos preocupemos por las repercusiones financieras para la publicidad o las suscripciones, el pú- blico no nos perdonará.
Y en mi opinión, tampoco deberían hacerlo. Después del lanzamiento de la película Spotlight, a menudo me preguntaban cómo en el Boston Globe estuvimos dispuestos a desafiar a la institución más poderosa de Nueva Inglaterra y una de las más poderosas del mundo: la Iglesia Católica.
La pregunta realmente me desconcierta, especialmente cuando se trata de periodistas o de aspirantes a la profesión. Porque pedirle explicaciones a losmás poderosos es justamente lo que se supone que debemos hacer.
Si no lo hacemos, ¿cuál es exactamente el propósito del periodismo?
Que Dios no permita que desafiemos únicamente a las instituciones e individuos más débiles, y que dejemos de ir tras los más fuertes sólo porque pueden luchar con más fuerza.
Un día antes de comenzar a trabajar en The Boston Globe en el verano de 2001, leí algo sorprendente. Fue una columna de la escritora del Globe ganadora del premio Pulitzer, Eileen McNamara. Escribió sobre el caso de John Geoghan. Era un sacerdote. Geoghan había sido acusado de abusar de hasta 80 niños. Fue impactante. Así que leí con detenimiento.
La columna detallaba cómo el abogado de las víctimas— aquellos atacados por el sacerdote— había afirmado que el propio cardenal Bernard Law conocía los repetidos abusos de este sacerdote y continuó reasignándolo de una parroquia a otra sin notificar a nadie, ni al párroco ni mucho menos a los feligreses, que un sacerdote conocido por haber cometido ataques sexuales serviría en el ministerio en su iglesia.
Esas fueron las acusaciones del abogado de los demandantes. Pero los abogados de la Iglesia calificaron esas acusaciones como infundadas e irresponsables.
Y entonces Eileen terminaba su columna diciendo que la verdad nunca podría saberse porque los documentos internos de la iglesia que podrían revelar la verdad estaban bajo sello de la corte.
Cuando hay acusaciones de graves fechorías, no podemos conformarnos con que la verdad nunca será conocida.
Necesitábamos saberlo, y eso fue lo que me impulsó —y a mis colegas del Boston Globe— a iniciar nuestra investigación y presentar una moción judicial para hacer públicos esos documentos internos que nos dirían lo que la Iglesia estaba tan decidida a mantener en secreto.
La primera pregunta que tratamos de contestar, por supuesto, fue si el propio cardenal sabía de los abusos de este sacerdote y lo reasignó a otras parroquias a pesar de la evidencia consistente de abuso en serie de los niños. La respuesta a esa pregunta resultó ser un inequívoco sí.
También queríamos saber si había otros abusadores como este sacerdote. Más allá de eso, ¿la Iglesia los asignó conscientemente a parroquias donde su historia de abuso fue mantenida en secreto? ¿dónde abusaron de nuevo? ¿Era ocultar el abuso y resignar a los sacerdotes ante la política y práctica de la Iglesia? La respuesta a todas esas preguntas resultó ser un inequívoco sí. El resultado de escudriñar en la verdad resultó ser un bien público. Los niños están ahora más seguros.
Poco después de que nuestra primera historia fuera publicada en enero de 2002, recibí una carta del padre Thomas P. Doyle, quien había librado una larga y solitaria batalla dentro de la Iglesia en favor de las víctimas de abusos. Él escribió esto: “Esta pesadilla no se habría ido si no fuera por usted y el personal del Globe. Como alguien que ha estado profundamente involucrado en la lucha por la justicia para las víctimas y sobrevivientes durante muchos años, le agradezco con cada parte de mi ser”. “Le aseguro”, escribió, “que no es posible medir lo que usted y el Globe han hecho por las víctimas, la Iglesia y la sociedad. Es trascendental y sus buenos efectos reverberarán durante décadas”.
Hay una lección en la carta del Padre Doyle: La verdad no está destinada a ser ocultada. No está destinada a ser suprimida. No está destinada a ser ignorada. No está destinada a ser disfrazada. No está destinada a ser manipulada. No está destinada a ser falsificada. De lo contrario, la mala conducta persistirá.
Guardé la carta del padre Doyle en mi escritorio en Boston hasta el día, hace cuatro años, que dejé el Globe para unirme al Washington Post. Sirvió como un recordatorio de lo que me llevó al periodismo y lo que me mantuvo en él. Y como un recordatorio del trabajo que nosotros como periodistas debemos hacer siempre.
Es el trabajo que motivó a Christopher Hitchens durante toda la vida y que aún motiva a tantos en la profesión a la que he dedicado 40 años.
Con todas mis diferencias de estilo con Christopher, lo que compartimos trasciende a todo eso. Compartimos un propósito común. Gracias por escuchar y por todo lo que hacen para asegurar que los ideales de Christopher perduren.