Por Olga Imbaquingo – Especial para El Tiempo Latino
Llegó a Estados Unidos desde Colombia en 2002, con el sueño de seguir siendo lo que ya era en su país: enfermera.
Después de muchos esfuerzos y de ganarse la vida cuidando niños, Ana Ramírez Salazar en 2007 obtuvo su licencia de enfermería y desde entonces el Hospital Holy Cross, en Silver Spring, se hizo su casa.
Lo que nunca imaginó es que un día llegaría una pandemia y que su sentido común, agudizado por el imperio de necesidades que se tienen en los hospitales latinoamericanos, le serviría para “echar mano de lo que hay”.
Es enfermera de emergencias y desde el comienzo de la crisis sanitaria presintió que se venían tiempos duros. Empezó a usar mascarillas antes de que fueran obligatorias, se puso botas quirúrgicas y sobre ellas las zapatillas protectoras del hospital. Cuando las batas escasearon, Ramírez propuso: “hagamos batas de tela como en mi país. A diario las lavamos, las esterilizamos y volvemos a usar”. Al principio desconfiaron de su idea, pero así se hizo. Desde entonces en la unidad de su hospital todos llevan batines de tela.
“Gracias a dios no he traído el virus a casa. Fueron tiempos de incertidumbre, porque no sabíamos el comportamiento del COVID-19. No hay un día que baje la guardia, porque, no encuentro correlación con lo que dicen en las noticias sobre la reducción de los casos y con lo que veo en emergencias. La vacuna está dándoles una confianza que no deberían aún tenerla y se están contagiando”.
Las crueldades de esta pandemia
Todavía le asaltan los recuerdos de pacientes por los que el personal de salud hizo hasta lo imposible por salvarlos y aún así no lo consiguieron. Un alargado silencio, acompañado de un suspiro de impotencia, necesitó antes de ponerle palabras a la crueldad de esta pandemia. “Cuando ves a una mujer embarazada muy enferma, eso no te lo esperas, porque temes por la vida de los dos. Los transferimos a otro hospital, tengo entendido que solo el bebé se salvó”.
Reponerse, por completo, a esas traumáticas experiencias quizá es imposible. Aún está por estudiarse el impacto sicológico del personal de salud al ver que en el ring de la vida por muchos meses ganó con frecuencia la muerte. Ramírez contó lo que entre el personal hospitalario es muy normal: “ventilar nuestras emociones y sentimientos entre nosotros para ayudarnos”.
Apenas tenía un año trabajando como enfermera en Silver Spring, pero su intuición tuvo la razón. Por más exageradas que pueden parecer sus medidas le sirvieron. “Estoy mejor preparada, lo que hice ha funcionado.
Cansa llevar doble máscara y un parabrisas de plástico que cubre el rostro durante 12 horas diarias. A veces me asalta la tentación de quitármelo, pero recuerdo que tengo un a mi hijo, Francisco José; a mi esposo, José; y, la obligación de protegerme para todos”.
Por eso mismo Ramírez deja escapar cierta frustración al ver que pese a tantas pérdidas y sufrimiento hay quienes no son responsables. “Hubo momentos en que vimos recién nacidos de dos o tres semanas con coronavirus y eso es triste. Era el primer nieto y todos llegaron a conocerlo e hicieron una fiesta porque no creían en el virus. La abuela se infectó y el bebé estuvo en alto riesgo”.
“Vístete despacio que tengo prisa”
Para el personal de salud que está en primera línea es incomprensible “ver que hay pacientes que no creen incluso cuando salen positivos”. ¿Son muchos de ellos latinos?, otro largo silencio y su respuesta es “sí”. Lo que menos quiere es lamentarse, pero señala que las restricciones impuestas por los CDC, de no permitir las visitas de los familiares a pacientes infectados, han sido motivo de insultos. “Me pregunto por qué si les estamos haciendo el favor de protegerlos”.
Ramírez es una enfermera de carácter que aprendió bien la lección de que en una emergencia no hay urgencia y ella aplica al pie de la letra eso de “vístete despacio que tengo prisa”. Llega al hospital y cuida de que toda la indumentaria que debe llevar durante las 12 horas esté en su sitio. “Es que si lo hago con premura el riesgo es que este virus que está en el aire se meta por cualquier apertura que quede libre. Si nos enfermamos habrá menos personal para atendernos”.
Antes de volver a casa no deja que el cansancio le gane la partida.
Se quita con mucho cuidado los guantes, el protector del rostro, el gorro quirúrgico, el mandil, las zapatillas quirúrgicas, las botas y el uniforme. Lo que es desechable va a su lugar y el resto lo desinfecta.
Se da un baño, frota sus manos con alcohol y se va a casa con mascarilla.
En su hogar hace el mismo procedimiento, vuelve a darse otro baño y la ropa entra a la lavadora.
La importancia de hablar español
“En mi casa no se puede salir sin mascarilla, aunque se vaya al auto, porque la gente pasa y no sabemos si tosieron y el virus se queda suspendido en el aire y si estamos sin protección nos contagiamos”. Para alguien que ya fue entrenada para enfrentar el virus del ébola, la rutina de estos estrictos protocolos es la fórmula para mantenerse libre del virus.
Su propósito es entregar lo mejor de sí a sus pacientes, pese a que no ha sido fácil ponerle más atención a quien tiene más posibilidades de sobrevivir. “Esa ha sido una de las experiencias más duras de esta pandemia. Lo del ébola era preocupante, pero para esto no hay palabras”.
Para lo que sí hay palabras es para otra realidad que quedó al desnudo en esta pandemia: “Necesitamos más enfermeras latinas porque además de nuestro trabajo hacemos de traductoras. No es lo mismo la traducción de alguien que no conoce bien la cultura, eso hace una gran diferencia”.
Otro pedido: “necesitamos que la Junta de Enfermeras de Maryland facilite el proceso porque el examen de inglés a veces ni los que son nacidos aquí lo pasan. Hay muchos profesionales latinos que traen el conocimiento, pero les hacen muy difícil el proceso”.
¿Qué se lleva al final de un largo día entre mascarillas, guantes, alcohol, respiradores y coronavirus?
“La satisfacción de verlos recuperados a los pacientes. Sus sonrisas de agradecimiento nos ayudan a no hundirnos”.