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Emotivo reencuentro familiar en Virginia

Jennifer levantó el teléfono y del otro lado escuchó una voz que decía. “En una semana estarás viajando a Estados Uni- dos”. Tomó aire y suspiró profundo. Pronto se reencontraría con su padre, y atrás quedarían los días de temor y angustia causados por la violencia a la que estaba expuesta en su natal El Carmen, departamento de La Unión, en El Salvador.

A diferencia de su hermano mayor, quien en 2014 huyó de las pandillas al cruzar la frontera de manera ilegal, Jennifer lo haría por avión y con papeles en regla, a través de un programa de refugiados que ampara a menores de El Salvador, Guatemala y Honduras.

La voz al otro lado del teléfono había sido la de un oficial de la Organización Internacional de Migración (IOM), que representa al Gobierno de Estados Unidos en Latinoamérica.

“Cuando me dio la noticia, no lo podía creer. Me emocioné mucho y sentí un gran alivio”, contó la joven de 20 años a El Tiempo Latino, en la sala de su casa en el Norte de Virginia.

El 16 de febrero Jennifer — cuyo apellido reservamos para proteger su identidad— llegó a Estados Unidos. En el aeropuerto Dulles, de Virginia, con una maleta en mano, corrió al ver a su padre. Las lágrimas rodaban   y las palabras sobraban en el prolongado abrazo, soñado por  padre e hija por muchos años. “Lloré mucho al verlo”, dijo Jennifer, quien por primera vez besaba a su papá.  “Él se vino a Estados Unidos cuando yo tenía seis meses, pero lo conocí por fotos y video llamadas”, expresó.

Refugio para menores centroamericanos

Jennifer, es una de las más de 2.400 personas que han entrado al país bajo el Programa de Refugio y Permiso para Menores de Centroamérica (CAM, por sus siglas en inglés), implementado a fines de 2014 por el gobierno de Barack Obama y que ahora corre peligro con la administración Donald Trump.

El programa permite que ciertos padres centroamericanos que residen legalmente en los Estados Unidos –incluidos los que tienen TPS y DACA—puedan pedir como refugiados a sus hijos menores de 21 años, residentes en Guatemala, El Salvador y Honduras, los cuales enfrentan situaciones de riesgo por la violencia.

Jennifer vivía con sus abuelos, los padres de José. En 2014 su hermano –que en ese entonces tenía 16 años— huyó del país hacia Estados Unidos, después de escapar de un secuestro perpetrado por la pandilla MS-13. El adolescente hizo la travesía cruzando la frontera de manera ilegal.

“En ese tiempo no había el programa y la vida de mi hijo corría peligro por lo que era mejor pagar a alguien para que lo ayudara a cruzar”, confesó José. “Mi hijo se había mudado y escondido en otra zona para que las pandillas no lo encontrarán”, contó el salvadoreño.

Respuesta a la ola de niños migrantes

El programa CAM fue una respuesta a la oleada de niños no acompañados que emigraron en 2014 de manera ilegal, huyendo de la violencia y generando una crisis de emergencia para Estados Unidos. Más de 68 mil menores cruzaron ese año la frontera.

La violencia desencadenada en los países del Triángulo Norte (El Salvador, Honduras y Guatemala) llegó a extremos. En los dos últimos años fueron asesinadas más de 33 mil personas en esa región.

El temor a ser víctima de crimen provocó que Jennifer dejara de estudiar en la universidad “porque mis clases eran muy temprano y tenía que tomar el bus a las 5:30 de la mañana cuando aún estaba oscuro y era peligroso andar sola”, contó la joven.

En El Salvador, una nación de 6 millones de habitantes, se reportan miles de muertes al año: 6.657 asesinatos en 2015. En Honduras, “la capital de los asesinatos” la tasa de homicidios es de 57 por cada 100.000 habitantes. Guatemala tiene un promedio de 16 asesinatos al día, que es el quinto a nivel mundial, según el Comité de Refugiados e Inmigrantes de Estados Unidos (USCRI).

Proceso lento

Hasta febrero de este año, 11.000 personas habían pedido a sus hijos a través de CAM, pero sólo 2.400 menores fueron admitidos a Estados Unidos, según informes del Departamento de Estado. Activistas dicen que la lentitud pone en riesgo a los jóvenes que están pidiendo la protección mientras viven en sus países. “Se toman mucho tiempo para procesar las solicitudes y el riesgo de la violencia está latente en estos menores”, expresó Abel Núñez, director de la organización CARECEN en Washington, DC.

En el caso de Jennifer el proceso tomó año y medio hasta llegar a Virginia. José presentó el pedido en agosto de 2015, cuando la adolescente tenía 18 años. Y recién el 9 de febrero de 2017 le dijeron que podría venir.

El proceso es largo. Incluye entrevistas en las oficinas respectivas de cada país, para comprobar el riesgo que corren los menores, el parentesco con el padre que solicita el pedido a través de la prueba de ADN y el examen médico. “En total yo tuve que ir cinco veces a la oficina”, dijo Jennifer.

“Aunque reconocemos que el programa CAM es un esfuerzo de protección humanitario y toma en cuenta las condiciones de violencia que sufren los sectores más vulnerables como los niños en el Triángulo Norte, no es lo suficiente para protegerlos”, añadió Núñez.

En riesgo ante acciones ejecutivas de Trump

De entrar en vigor las órdenes ejecutivas migratorias del Presidente Donald Trump, el programa CAM sería abolido. Las medidas del mandatario se encuentran paralizadas en medio de una batalla legal. En el primer mes de la presidencia de Trump ingresaron al país 316 personas bajo el amparo, incluida Jennifer. Pese a las deficiencias del programa, Núñez dijo que las personas que califican deberían aprovechar para presentar las solicitudes.

Aún si el Departamento de Estado niega el pedido de refugiado, los menores pueden venir al país con un “parole”, un permiso renovable de dos años.

De hecho, Jennifer llegó Estados Unidos con ese permiso temporal. “Me negaron el estatus de refugiada pero igual me permitieron venir con un permiso por dos años, que debo renovar”, dijo.

Por ahora la joven se adapta a su nueva vida en Estados Unidos, con su padre, la esposa de él y su hermanito Fernando, de 10 años. Se frustra por no saber hablar inglés y no tener cerca a su familia de El Salvador, pero la paz y seguridad que encuentra aquí suplen esa carencia. “No hay nada como estar tranquila”, sonrió.

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