CHICAGO— A la hora de almuerzo un día de febrero de 2013 en una atareada calle del Sector Sur de Chicago, un hombre acechó a su víctima en el estacionamiento de un restaurante White Castle, le disparó en la cabeza y huyó corriendo.
Al mes siguiente, a una cuadra de allí en la Calle 79 West, dos hombres con suéters encapuchados dispararon en una tienda de enseres básicos, matando a un hombre joven e hiriendo a otros cinco, entre ellos al sobrino del jugador de basquetbol Dwyane Wade. Los agresores huyeron en una camioneta plateada.
Un sábado de julio de 2013, por la noche, dos hombres caminaban por la 79 cuando se les aproximó un hombre que mató a uno e hirió al otro. En este caso, hubo un arresto rápido pues había un testigo y una cámara de vigilancia había captado lo ocurrido.
Estos fueron sólo tres incidentes, todos en una sola calle de Chicago. Pero no son inusuales. La violencia en la tercera ciudad más grande de Estados Unidos ha ido en aumento.
El auge de las balaceras y asesinatos —muchos de ellos por rivalidades entre pandillas — está agobiando a los habitantes de Chicago y está llevando a las autoridades a poner a prueba nuevas estrategias. Pero también ha dejado imágenes indelebles, como la del alcalde Rahm Emanuel indignado por la balacera que mató a una niña de 7 años que vendía golosinas frente a su casa, o la del cortejo fúnebre huyendo despavorido al estallar disparos a la entrada de una iglesia. O las jóvenes estudiantes de secundaria, en sus uniformes deportivos, pasando frente al féretro de una compañera de 16 años de edad, muerta a tiros a la entrada de su casa.
Hay unos cuantos barrios que se vieron particularmente afectados, como por ejemplo Auburn-Gresham. Para el 21 de diciembre del 2012, la policía había registrado allí 43 homicidios, la máxima cifra para toda la ciudad y una aumento de 20% con respecto al 2011.
La violencia, azuzada en parte por la rivalidad entre distintas facciones de la mayor pandilla los Gangster Disciples, arremetió contra la Calle 79, que es el principal centro comercial de la zona. Esa sola avenida es símbolo del caos que ha causado muertes, destrozado familias y dejado a las autoridades en busca de soluciones.
A primera vista la violencia no es algo aparente. Está el edificio Salaam, de diseño islámico, y el Final Call, restaurante administrado por la Nación Islámica. Está la Escuela Secundaria Católica Leo, una clínica, una tienda de cosméticos. En las esquinas cuelgan letreros que dicen: “No ensuciar, no merodear, no poner música a alto volumen”.
Pero si uno examina la zona cuidadosamente, halla huellas del miedo y la angustia: edificios con las entradas selladas, cercas de seguridad, puertas trancadas de los negocios. Ventanillas gruesas antibalas en quioscos de comida. La policía vigilando un autobús municipal que llevaba niños al final de día escolar.
A unas cuadras más abajo de la Calle 79 hay un mercado con un letrero escrito a mano: “Q.E.P.D., te amamos Eli”, en honor al cajero que murió en noviembre en un intento de robo. A una cuadra más al norte, a la iglesia St. Sabina donde se ve un altar con fotos en honor a las víctimas de violencia.
A pocos metros de distancia, está el lugar donde ocurrieron dos asesinatos, ambos relacionados con pandillas. Ahí, en un terreno baldío, se ve una cruz de manera, con un simple letrero en letras rojas: “PAREN LA VIOLENCIA”.
La cantidad de asesinatos en Chicago en el 2012 ascendió a 500, comparado con 435 en el 2011. Más de 2.400 incidentes con armas de fuego ocurrieron ese año de 2013, un aumento de 11% con respecto al año anterior. Los arrestos por delitos vinculados a las pandillas fueron 7.000 más que en el 2011.
La violencia de pandillas no es algo nuevo en Chicago, pero se convirtió en un tema de álgido debate este año de 2013 en la ciudad.
Quizás se debe a los videos de YouTube en que se muestra a los pandilleros sacando armas y pacas de dólares. O quizás fue por la presencia policial, fuertemente armada, en la periferia de todo funeral por pandillas. O el dolor que causa ver la foto de un niño en el programa funerario. O el titular de un diario: “13 personas atacadas a tiros en Chicago en un periodo de 30 minutos”.
La situación es tan alarmante que el presidente Barack Obama la mencionó durante su campaña, citando específicamente la violencia cerca del lugar donde vivía en el sector sur de Chicago. Incluso cuando habló después de la masacre de niños en una escuela en Newtown, Connecticut, el mandatario mencionó nuevamente a Chicago.
Y aunque ciertamente la situación en Chicago es lamentable, la tasa de asesinatos era casi el doble en la década de los 90 — en promedio de unos 900 al año — antes de que disminuyera a nivel nacional la cifra de delitos violentos. Sin embargo, el aumento producido este año ofrece un agudo contraste con Nueva York, donde la cifra de homicidios disminuyó 21% con respecto al 2011.
El director de la policía Garry McCarthy aclara que aunque las balaceras y asesinatos están en aumento, los delitos en general en la ciudad han disminuido 10%. McCarthy opina que las estrategias de seguridad implementadas — incluso algunas que llevan sólo unos meses — están funcionando, pero que lleva tiempo.
“La ciudad no llegó a esta situación de un día para otro”, enfatiza McCarthy. “Creo que no es productivo que estemos publicando una cifra de muertos como si fuera el parte de guerra durante Vietnam. Debo decir que cuando hablo con la gente por lo general dicen ‘¿sabes? Ya ni siquiera nos enteramos de esas cosas, es pura bulla’… Lamentablemente los medios de comunicación están obsesionados con el tema y ello se ha convertido en una obsesión nacional”.
McCarthy enfatiza también que la cifra de homicidios, de mes a mes, ha descendido marcadamente desde comienzos del 2012. Los homicidios se dispararon 66% durante marzo de 2013 cuando hubo temperaturas inusualmente cálidas. “Lo redujimos a 20%” — en realidad fue 15% — “lo cual no es bueno, pero es progreso”, comentó. “Me niego a declarar esto como un fracaso cuando en realidad fue un éxito”.
Hasta el 80% de la violencia en las calles de Chicago tienen raíces en rencillas entre pandillas, según la policía. Hay cálculos que dicen que hay unos 70.000 pandilleros en la ciudad. Una auditoría de la policía el año pasado de 2012, identificó 59 pandillas con 625 facciones, la mayoría radicadas en los sectores sur y oeste de la ciudad.
Las pandillas en Chicago tienen una larga y lúgubre historia, y algunas operan con la eficiencia y jerarquía de una corporación. En los años 80, los cabecillas de El Rukns fueron convictos de participar en un complot terrorista con el fin de obligar al gobierno libio a pagar millones de dólares. Antes de que la cúpula de la pandilla Gangster Disciples fue desmantelada en los años 90, el grupo tenía incluso una línea de moda y un brazo político.
Hoy en día, las pandillas no están tan estructuradas y las disputas son más personales, dice Eric Carter, comandante del distrito Gresham, donde operan 11 facciones de los Gangster Disciples. “Se trata exclusivamente de disputas por dinero, los territorios se han vueltos difusos y las alianzas se han vuelto frágiles”.
Carter dice que una disputa por drogas estallada hace unos seis años es la raíz de gran parte de la violencia.
Pero la situación se ha agravado debido a la tecnología proporcionada por sitios de internet como YouTube y Facebook, usados ahora por las pandillas para insultarse y amenazarse. “Un insulto lanzado por Facebook o Twitter puede fácilmente convertirse en la excusa para un ataque o tiroteo en la calle”, dice Carter.
McCarthy, quien ha consultado con criminólogos, ha implementado varios planes, entre ellos uno en que se redacta un perfil de cada miembro de pandilla, y establece una fuerte presencia policial en zonas donde cunde el tráfico de estupefacientes.
En dos distritos, la policía ha causado cierta controversia al trabajar con CeaseFire Illinois, una agrupación antiviolencia que ha contratado a delincuentes para mediar entre pandillas, conseguir treguas y resolver conflictos. McCarthy, quien ha expresado reservas sobre la organización, está esperando a ver los resultados.
“Es algo que está en marcha, no hemos visto muchos resultados por ahora”, comenta McCarthy.
En una tienda de la Calle 79, Curtis Toler exhibe en la pared un mapa de la zona con 10 alfileres. Cada uno representa a un asesinato cometido en el 2012.
Toler, quien antes fue integrante de una pandilla callejera, ahora se dedica a predicar la paz. Como supervisor en CeaseFire, su rol es de identificar tensiones y evitar conflictos antes de que estallen.
La violencia, asevera, se ha vuelto tan generalizada que la gente se ha vuelto insensible al sufrimiento.
“Creo que no le estamos dando la importancia que se merece”, comenta Toler. “Cuando matan a alguien, simplemente viene la ambulancia y lo recoge y todo el mundo regresa a su rutina”.
La vida de Toler estuvo marcada por la violencia y las drogas.
“A comienzo de los 90, me la pasaba en funerales, uno detrás del otro. Cuando uno anda por las calles, uno sabe que le llegará la hora. O matas o te matan”, dice Toler.
Según Toler, él estaba en una pandilla entre los 9 y 30 años de edad, incluyendo seis años en la cárcel por homicidio no intencional. Recibió seis balazos, dice, mostrando una cicatriz cerca del ojo y afirmando “Dios me bendijo y pude sobrevivir”.
Era tan notorio en esa época, dice, que un día su abuela regresó de una reunión comunitaria y estalló en llanto. “Me dijo, ‘Toda la reunión fue hablando de tí. … Tú y tus amigos están destrozando esta comunidad … Tú eres mi nieto, pero hablan de tí como si tú fueses un animal”’.
Hoy en día Toler tiene 35 años y es padre de cuatro hijos. Dice que decidió sanar su vida como hace cinco años. Sabe que algunos policías sospechan que su transformación no es genuina. Lamenta algunas de las cosas que ha hecho, y tuvo problemas para dormir.
“La vida siempre da vueltas y se hace justicia”, expresa. “Creo en la ley de reciprocidad”.
¿Cuál es su mensaje para la nueva generación?
“Yo siempre les pregunto, ‘¿Qué valor tiene tu vida? No hay precio que valga… se vive sólo una vez, no es como un videojuego. Hay gente que me hace caso y gente a quien no le importa y dice ‘si de todas maneras me voy a morir”’.
A dos cuadras de distancia en la Calle 79 está otro local, en el que Carlos Nelson trata de darle otro tipo de estabilidad a la zona.
Como director de la Asociación para el Desarrollo de la Zona de Auburn, está dedicado a atraer negocios a la comunidad que, a pesar de sus problemas, tiene comercios establecidos y habitantes de clase media que llevan décadas viviendo allí.
Pero Nelson, un graduado en ingeniería de 49 años de edad que fue criado en Gresham, ha notado desde la infancia que el vecindario ha cambiado mucho, principalmente en la proliferación de armas. “No son simples pistolas”, comenta, “son armas automáticas”.
La policía afirma que ha confiscado más de 7.000 armas en lo que va de año 2013. Los tribunales locales han derogado varias leyes contra la tenencia de armas, entre las cuales la más reciente fue la prohibición de portar armas encubiertas.
Nelson sostiene que hay escaso progreso a pesar de las nuevas estrategias de seguridad. “El departamento de policía de Chicago es como un ratón corriendo sobre una rueda, no va a ninguna parte. Han instalado detectores de metales en las escuelas pero no invierten suficiente dinero en la educación de los niños”.
Nelson cree que la solución va más allá de una estrategia policial. Se necesita un cambio en la mentalidad de la gente, para romper el círculo vicioso en que los jóvenes viven sin esperanza.
“Son como zombies, gente que no se inmute ante las muertes, las drogas, la violencia, creen que eso es lo que se espera de ellos … que se van a morir o que los van a meter en la cárcel. Es una vida terrible, realmente triste”.
Cerria McComb intentó correr cuando la bala le alcanzó en la pierna, pero no llegó lejos.
Alguien escuchó sus gritos y corrió a ayudarla a hacer una llamada.
“¡Mami, mami, me dispararon!”, gritó Cerria al teléfono.
Bobbie McComb y su esposo corrieron seis cuadras.
“Entré en pánico”, recuerda Bobbie McComb. “No podía ni respirar, lo único que pasaba por mi mente era que no quería que esa haya sido la última vez que escuché su voz, la última vez que la ví”.
Cerria y un amigo de 14 años de edad resultaron heridos. La bala se le había incrustado en la pierna derecha, a apenas un par de centímetros de una arteria, dijo su madre. Añade que Cerria ahora está temerosa de salir afuera desde suceso ocurrido en diciembre de 2012.
La policía interrogó a un pandillero que al parecer era el objetivo del atentado; Cerria, según las autoridades, estaba simplemente en el lugar equivocado en el momento equivocado.
“Estoy furiosa”, dice Bobbie McComb. “Estoy frustrada, harta de que le peguen tiros a nuestros niños sin que haya justicia… Si fuese un hijo mío allá afuera con una pistola yo misma llamaría a la policía”.
A unas cuadras de distancia, en la calle 78th Place, otra madre, Pam Bosley, trabaja en el centro de atención a los jóvenes de la iglesia Santa Sabina. La iglesia es administrada por el padre Michael Pfleger, un sacerdote y activista de raza blanca en una congregación mayormente negra, que ha librado célebres campañas contra la violencia, las drogas, los cigarrillos y el alcohol.
El hijo de Bosley, Terrell, murió baleado a los 18 años en el 2006 cuando sacaba equipos de música de una camioneta afuera de una iglesia en el sector sur de la ciudad. Un hombre fue acusado del crimen, pero fue exonerado.
“Pienso en él todo el día, toda la noche y si dejo de pensar en él me vuelvo loca”, dice Bosley recordando a su hijo.
Bosley trabaja con jóvenes entre 14 y 21 años de edad, enseñándoles a ejercer liderazgo y a evitar la violencia. A veces, comenta, la culpa la tiene la negligencia de los padres; otras veces es por las pandillas.
“¿Sabe como es la temporada de caza en las zonas rurales? Pues aquí es temporada de caza todos los días, nunca sabemos cuándo nos van a disparar”.
En diciembre de 2012, Bosley llamó a la madre de Porshe Foster, quien a los 15 años de edad había sido blanco de disparos cuando hablaba con amigos frente a su casa. Uno de los jóvenes en el grupo ha dicho que pensaba que era él el blanco del atentado.
“Yo sé lo que es despertarse en la casa y que tu hijo ya no esté, y no puedes levantarte de la cama, y no quieres seguir viviendo”, dice Bosley.
La iglesia Santa Sabina está ofreciendo 5.000 dólares de recompensa para cualquier información que produzca un arresto. Bosley envió globos al funeral de la chica.
El 6 de diciembre de 2012, en el funeral, cientos de personas recordaron a la joven como una excelente alumna, apasionada por la arquitectura y quien jugaba voleibol y basquetbol.
Su hermano Robert, de 22 años, dice que su hermana “sabía tan bien como nosotros cuál era la situación en las calles” pero que nunca se preocupó porque ella estaba siempre en casa, en la escuela o en la iglesia.
“Ella siempre fue una niña buena”, dice el hermano. “Ella no tenía nada que temer, tenía sólo 15 años y nunca le hizo mal a nadie”.
En marzo de 2013, los feligreses de Santa Sabina, encabezados por el padre Pfleger, marcharon por las calles en protesta, gritando el nombre de cada facción de las pandillas. En la calle 79 plantaron el cartel que dice “Fin a la violencia”.
En abril de 2013, el cura y otros líderes religiosos regresaron a la 79 y lograron impedir que reabriera la tienda donde ocurrió un ataque a tiros y a la que califican de nido de pandillas.
En diciembre de 2012, Pfleger estaba en el gimnasio de la iglesia, observando mientras miembros de pandillas jugaban basquetbol.
Pero a veces, es difícil distinguirlos.
Los equipos vestían camisas de distintos colores pero con la misma palabra: Pacificador. Son todos miembros de la liga de basquetbol organizada por Pfleger, creada para resolver conflictos entre las pandillas y hacer que los grupos se enfrenten en la cancha de basquet. Muchos de los jugadores, cuyas edades oscilan entre los 16 y los 27 años, tienen prontuarios policiales.
La liga surgió a partir de un juego realizado hace unos meses, y tiene partidarios famosos, entre ellos Joakim Noah de los Bulls de Chicago.
Pfleger dice que los partidos ayudan a los pandilleros a crear amistades, a olvidar la realidad de las pandillas y a dejar de dispararse, al menos por un tiempo.
“Hay gente que me dice que soy un ingenuo, que soy estúpido, que me debería dar vergüenza trabajar con pandilla”, comenta. “Pero a mí no me importa, los hemos demonizado tanto que nos olvidamos que son seres humanos”.
No obstante Pfleger enfatiza que jugar un poco de basquetbol no será suficiente para cambiar toda la situación. Los jóvenes necesitan educación y empleo, y por eso está trabajando con ellos.
“Cuando no hay alternativa, uno sigue haciendo lo mismo que antes”, expresa.