Sucedió en 2005. The Washington Post acababa de comprar El Tiempo Latino y yo todavía me estaba orientando en el edificio de la calle 15. Mi sentido de la dirección nunca ha sido mi fuerte así que resultaba normal para el observador casual verme dudar por la mañana camino de mi oficina mientras mi cuerpo me empujaba intuitivamente hacia un salón o un espacio que mi mente se negaba a reconocer.
Sucedió una de esas mañanas. Cuando mi mente deambulaba por un limbo geográfico, mis ojos lo vieron —una figura carismática no en altura, sino en aura. Mis ojos entendieron, antes de que mi corazón pudiera aceptarlo, que Mr. Benjamin C. Bradlee caminaba hacia mí. Sufrí entonces lo que llamo “mi momento Einstein”: mi reloj iba más lento, mis pasos eran más cortos —espacio y tiempo se hicieron flexibles como en el trayecto de una curvatura. Y un millón de años más tarde, la burbuja estalló. Yo —cuerpo y alma en unísono por primera vez— noté que me encontraba en la cafetería del edificio del Post de la que Bradlee se disponía a salir pasando a mi lado.
Caminaba con la elegancia de un ciudadano del mundo. Pensativo. Tal vez cansado pero nunca exhausto. Llevaba toneladas de historia sobre sus hombros pero el traje le caía amigable. Le hablé con prisas: “Buenos días. No se imagina lo que significa para mí conocerlo aquí… me llamo… y trabajo en…” Bradlee me miró sin escuchar. Yo seguí explicándole que en 1974, cuando terminaba la secundaria en España, nuestro profesor de inglés paró la clase para hablar de lo que estaba pasando en Estados Unidos con un periódico llamado The Washington Post y el Watergate, y habló de un presidente que escondía secretos y de usted, Mr. Bradlee, y de Bernstein y Woodward. También mencionó a una mujer llamada Katharine Graham.
Yo tenía 17 años y todos esos nombres, el suyo incluido, se me subieron a la cabeza como un buen trago o un shot de bourbon —aquí Bradlee rió como en un poema de T.S. Eliot: Su risa era submarina y profunda.
Entonces comencé a soñar con los valores que ustedes defendían. En aquellos tiempos en España había una dictadura por lo que la libertad de prensa no formó parte de mi primera juventud. Pero su ejemplo, Mr. Bradlee, inspiró a mi generación… y terminé dedicándome al periodismo… y 30 años después aquí estoy en The Washington Post hablando con usted…
Bradlee aún me observaba en silencio, revestido de una sedosa y paciente distancia. Yo me había quedado sin aliento después de descargar mis emociones sobre él.
Entonces Bradlee dijo: “Alberto…” Y yo dije: “¿Sí…?” Y Bradlee me dijo: “¡Cállate la boca y tomemos un café!”.
No hablamos del Watergate ese día, ni ningún otro día entre 2005 y 2013, cuando nos encontrábamos en el edificio del Post.
Mi querido Mr. Bradlee, el suyo ha sido el viaje de una semilla, como en el poema de Corso: Donde usted se detiene, crecerán árboles.
Que todos los dioses —y todas las diosas— vayan con usted Mr. Bradlee.
Avendaño es director de El Tiempo Latino
alberto@eltiempolatino.com