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Conversación en La Habana

“Somos críticos”, me dijo una húmeda tarde de octubre de 2013 un estudiante de la Universidad Pedagógica de La Habana. “Toda mi generación es muy crítica”, enfatizó.

Los cinco estudiantes con los que me había reunido expresaban auténtica pasión por su país, por el futuro. Sus palabras no reflejaban resentimiento alguno, sino frustración.


El Capitolio de La Habana, Cuba.

El Capitolio de La Habana, Cuba.

“¡Queremos acceso al internet! ¡Queremos Facebook!”, expresó uno de ellos levantando la voz, ondeando las manos en el aire con cierta desesperación. “¡Quiero ir a Disneylandia!”, concluyó en una especie de irónico grito contenido.

Me encontraba estudiando el semestre de otoño en La Habana, como parte del “Center for Global Education” del Augsburg College. En el trabajo que escribí para la universdad, utilicé los nombres de los estudiantes. En este artículo prefiero no hacer público sus nombres. Me hablaron de lo cansados que estaban de un sistema que no les permitía votar por su presidente. Les enojaba que el internet en la isla fuera tan caro y tan difícil de acceder. Estaban listos, dijeron, para que les dejasen viajar libremente a Estados Unidos a visitar a sus familias. Pero insistían en que lo que más les molestaba eran las barreras políticas, los obstáculos que les impedían la participación política directa.

Eran conscientes de la inflexibilidad estadounidense, pero también sabían que las cosas estaban cambiando en Washington.

El legislador demócrata por Miami, Joe García, ha expresado que EE.UU. debía ampliar permisos para quienes viajen a Cuba.

“Debemos ayudar a que se desarrolle la sociedad civil (en Cuba) y aumentar los contactos entre las personas”, dijo el congresista García, quien fuera director ejecutivo de la Cuban-American National Foundation.

Pero el punto de vista de García se sitúa muy lejos de lo que defienden otros cubanoamericanos en el Congreso, como el senador Marco Rubio (R-Fl) o dos republicanos de Miami en la Cámara de Representantes, Ileana Ros-Lehtinen y Mario Díaz-Balart. Además, el senador demócrata por Nueva Jersey, Robert Menéndez, también mantiene la línea dura respecto a Cuba.

Recientemente, el ex senador Hawaiano Fred Hemmings publicó una carta al editor en el diario de mi ciudad —Honolulu Star-Advertiser— comparando Cuba a Corea del Norte y describiendo a la isla antillana como víctima de un régimen totalitario “donde todos, excepto las élites gobernantes, viven en pobreza material y espiritual”.

Durante mi semestre en Cuba observé una realidad diferente. Aunque las carencias materiales eran evidentes, casi todos los cubanos que conocí se sentían orgullosos de su país y esperanzados por el futuro.

Los jóvenes con los que hablé se sentían satisfechos con el sistema de educación  gratuita, el nivel de alfabetización, el sistema de salud o de la vivienda. Además valoraron las relaciones cubanas con otros países en Latinoamérica, Asia y África. Y deseaban relaciones similares con Estados Unidos.

En mi tiempo en La Habana, conocí estudiantes internacionales —incluyendo a varios estadounidenses— que estudiaban medicina en Cuba aprovechando lo económicamente asequible del sistema cubano. Yo vivía en Marianao, a unos 30 minutos del centro de La Habana, y me acostumbré a ver un paisaje de pobreza material, desde casas semi derruidas y de pintura desconchada hasta los viejos automóviles de fabricación estadounidense de los años 50. Pero no escuché quejas por las carencias.

“Yo tengo todo lo que necesito”, me dijo el “papá” que me acogió en su casa durante mis estudios. “Un refrigerador, una television, un horno… vivo con comodidad”.

Me sorprendí al saber que su salario como cirujano equivalía a $34 al mes —menos de lo que ganan algunos taxistas— pero enfatizó que se sentía satisfecho con su vida.

Más de 50 años después de que Estados Unidos impusiera el embargo a la isla, se ve su impacto y signos de cambio. Los viejos Chevrolets circulan las calles como parte del sistema de taxis compartidos. Algunos autos se mueven de milagro, otros muestran pantallas en las que se proyectan videos musicales. Absortos en sus auriculares, los adolescentes textean en sus teléfonos mientras esperan por el bus. Durante los fines de semana, en los barrios se escucha música de salsa, reggaeton, o incluso Bruno Mars saliendo de las casas.

Cada conversación es como una pieza más de un rompecabezas que le da sentido a la Cuba que he aprendido a conocer. Un día, un joven me insistió en que la libertad de expresión gozaba de buena salud. Al día siguiente, otro estudiante me pidió no escribir su nombre por temor a represalias. Además, dos afrocubanos discutirían en mi presencia si existía o no un racismo institucional en Cuba. No se pusieron de acuerdo.

“Nuestros gobernantes no comparten nuestros puntos de vista”, lamentó un estudiante. “Sus nietos tienen acceso a la tecnología y a los viajes, el resto de la población no”.

El president Raúl Castro ha comenzado a permitir algunas formas de empresas privadas en el contexto de la economía controlada por el Gobierno. Se han anunciado planes de transformación económica y los cubanos  que conocí favorecen estos cambios.  Y los jóvenes siguen buscando más oportunidades para hacerse oir.

“Las personas no quieren darte su nombre cuando te dan su opinión porque cuando criticas algo no te consideran revolucionario”, dijo uno de los estudiantes de la Universidad Pedagógica de La Habana durante nuestra reunión aquella tarde húmeda de otoño. “Pero si no criticas algo, nunca cambiará”.

Lorin Eleni Gill pasó el semestre de otoño de 2013 en La Habana, Cuba, como estudiante del “Center for Global Education”. Natural de Honolulu, Hawaii, Gill se graduó esta primavera de American University en Washington, DC.