Nació en Matanzas, cerca de la capital cubana de La Habana, pero su padre pronto se llevó a la familia a Manacas, Las Villas, donde con ocho años empezó su “primer negocio”,
“Yo compraba dulce de guayaba y galletas de soda y se las revendía a 3 centavos cubanos a los trabajadores que limpiaban los campos de la caña de azúcar”, cuenta Gerardo Garro a El Tiempo Latino una fría tarde de finales diciembre de 2014 en su casa de Keller, Texas, en el área metropolitana de Dallas-Fort Worth.
Garro tiene 82 años, lleva más de cinco décadas en Estados Unidos, y en 1959 huyó del régimen comunista de Fidel Castro para iniciar un viaje que le marcaría a él y a los suyos. A pesar del tiempo transcurrido, asegura que recuerda la sensación física y emocional de la despedida de sus padres y de sus ocho hermanos. “La revolución que trajo Fidel Castro fue la separación de las familias y la destrucción de un hermoso país”, comenta.
Pero el Día de Acción de Gracias del 2014, Garro —empeñado en materializar sueños— consiguió reunir en su casa de Texas a los cinco hermanos que le quedan. Hacía 55 años que no conseguían estar todos juntos, verse, compartir su café cubano, sonreir con estruendo. El reencuentro se producía, además, pocos días antes del anuncio del presidente Barack Obama sobre la política de acercamiento entre Washington y La Habana. “Eso fue una traición”, suspira este exprofesor de español y expredicador del evangelio quien se reinventó en Estados Unidos con parte de su alma prendida siempre por Cuba. “Lo que hizo Obama es prueba de que Estados Unidos no tiene memoria histórica”. Pero en familia, Garro y sus hermanos recuerdan bien, y hasta con humor, aquellos años de una Cuba que se fue.
En la prensa
La reunión de los Garro fue primera página de la edición de Thanksgiving Day del diario Star Telegram de Fort Worth y luego su historia llegaría a otros periódicos nacionales y latinoamericanos gracias a Associated Press.
“Nos hizo muy felices vernos en la prensa, todos los hermanos juntos, bromeando y recordando”, explica y añade que “hubo cama para tanta gente” en su casa de tres dormitorios donde estuvieron José Antonio, de 73 años, residente en Miami; Roberto, de 76, quien vive en Orlando, y Emigdio, de 72 años, quien vive en La Habana y vino acompañado de su esposa Caridad. Y también las dos hermanas de Garro: Elsa, de 79 años, que vive en Miami, y Zoa, de 65 años, residente de Miami Gardens.
“Hablamos de nuestra infancia, de todas las cosas buenas que hay que recordar”, dice Garro y añade que los 55 años de separación parecen un suspiro.
La nostalgia se le asienta en el corazón porque es bello, dice, recordar; pero hay momentos, como cuando uno pierde a los padres en la distancia, cuya dureza no se puede describir.
Vida, revolución y huida
Garro recuerda una infancia humilde en Manacas, en una casa “con techo de guano” donde una vez vio como su padre mataba “una tarántula grandota”.
“Mi padre vino con una chancleta y cuando vio el tamaño fue por una escoba”, dice inmerso en el recuerdo.
Explica que fue un niño inquieto, rebelde, que arrancaba “canelones de las lámparas que colgaban del techo de la escuela” y que debía trabajar en el Central Washington Azucarero toda la noche.
A los 12 años decidió marcharse de casa. “Recogí mi ropa, la puse en una maleta y me fui a pie. Quería regresar a Matanzas”, dice. Pero Matanzas está a unos 150 kilómetros de Manacas. Lo consiguió. Y vivió con familiares.
Más tarde, un joven Gerardo Garro se puso a descargar arroz en el puerto de Matanzas para terminar graduándose de la Escuela de Comercio de La Habana. Y comienzan sus años de activismo estudiantil con las protestas callejeras contra el golpe de estado de Fulgencio Batista en 1952.
Fueron años de pólvora y rosas. En un acto contra la dictadura, Garro acudió a ponerle flores a la estatua del líder de la independencia cubana, Antonio Maceo, junto al malecón de La Habana. “La policía nos rodeó y casi no lo cuento”, dice. Y fueron años de esfuerzo: tenía tres empleos como contable, el de la noche era con la General Electric, “pero no me daba para comprar casa y carro”. Y también fueron los años de los grandes shows radiofónicos.
Garro dice que asistía a los shows de la radio CMQ, Cadena Azul o Radio Progreso y participaba en los concursos. Por allí pasaban las grandes estrellas del momento, como Beny Moré y la Orquesta Aragón, Daniel Santos, o una joven Celia Cruz y la Sonora Matancera. Moré había sido contratado por Radio Progreso de La Habana para actuar con la orquesta de Ernesto Duarte Brito, con quien grabó el célebre bolero “Cómo fue”.
Y Garro pudo ver a quien se convertiría en un mito de la música cubana: la primera actuación de la Banda Gigante de Beny Moré tuvo lugar en el programa “Cascabeles Candado” de la emisora CMQ.
Bullían los años 50 del siglo pasado y Garro, un veinteañero, además de ser un estudiante que luchaba contra la dictadura de Batista, acudía en La Habana a disfrutar en La Tropical o La Polar, las fábricas de cerveza que abrían sus puertas y se convertían en salones de baile y lugares para los encuentros sociales e incluso sociopolíticos.
“En La Tropical me presentaron en aquellos años a Don Juan, el padre del que luego sería el rey de España, Juan Carlos I”, comenta e indica que su pasión por la música viene del hecho de que su padre —Gerardo Garro— había cantado con las orquestas de Juan Enrique Llera y Aniceto Díaz, “el inventor del danzonete”.
“Mi padre fue la primera voz del danzonete que sonó por primera vez en Matanzas donde yo nací”, explica Garro con orgullo al hablar de ese género musical de vida efímera, variante del danzón, al que se incorporan elementos del son y que revolucionó la forma de tocar y bailar de los cubanos en la década de los años 30. Y mientras habla, le viene a la mente “Rompiendo rutina”, el primer danzonete:
“Danzonete, prueba y vete,
Yo quiero bailar contigo
Al compás del danzonete”.
Se acabó la fiesta
“Yo vi a Fidel Castro entrando en La Habana, pasando por la Virgen del Camino. Iba en un camión de carga sin varandas. Puse una mano en el camión y luego lo solté. Estaba contento, como todo el pueblo cubano”. Garro había apoyado a los revolucionarios en contra de los consejos de su madre, Aida.
“Mi madre era la número uno en contra de Fidel. Decía que yo estaba loco. Ella era Batistiana. Mi padre no hablaba de política”, dice Garro y cuenta que, para apoyar a los revolucionarios, se arriesgó a vender “Bonos del Movimiento 26 de Julio”, unos recibos donde se escribía la cantidad de pesos que se donaban y sobre los que se estampaba un sello en el que se podía leer la consigna “Libertad o Muerte”.
Pero hace 56 años, el idealismo de Garro se golpeó contra la realidad. La llegada al poder de Fidel Castro, el 1 de enero de 1959, le enseñó de qué estaba hecha esa revolución.
“Durante un debate radiofónico en la CMQ dije que habíamos acabado con la dictadura, y que había que tener cuidado con el comunismo. Me dijeron que me callara. Yo me dije, esto está malo”, recuerda Garro y añade que, poco después, en la General Electric “prohibieron las reuniones laborales que organizábamos porque decían que podíamos estar conspirando”.
Dice que le vio las orejas al lobo y decidió actuar. Ese mismo año de 1959, Garro pidió permiso para ir de vacaciones a México con su esposa, Haydee. Estuvieron en Mérida, en Veracruz y, finalmente, en Ciudad de México donde trabajó de vendedor hasta que reunió suficiente dinero para hacer la ruta del inmigrante hasta Piedras Negras. Por ahí cruzaron el río, los detuvieron, pero consiguieron la libertad y el permiso para vivir legalmente en Estados Unidos. Así comenzó Garro su aventura estadounidense junto a la compañera de su vida, Haydee.
Sus hermanas Elsa y Zoa llegarían a Florida en los años 60. Sus hermanos vendrían más tarde. Emigdio sigue viviendo en Cuba pero sus hijas viven en Europa.
Para Garro, la revolución creó interferencias en el contacto familiar, pero no pudo con los sentimientos. “Después de 55 años sin estar todos juntos, pasamos una semana hablando sin parar”.
El amor por encima de todas las cosas
Conozco a mis suegros, Gerardo y Haydee, desde hace 25 años. Ellos llevan 57 años juntos. Entraron en Estados Unidos “mojados”, cruzando el Río Grande sobre una balsa de goma. Al otro lado los esperaba la migra. Gerardo y su esposa —embarazada de su hija Yvonne, quien nacería en San Antonio— fueron internados, junto a sus dos hijas —Zunilda, nacida en La Habana, y Lily, nacida en México— en un centro de detención para inmigrantes en McAllen, Texas. Gerardo había conseguido que la prensa mexicana publicara la foto de una azafata de Aeroméxico sosteniendo a su pequeña hija Zunilda después de viajar de La Habana a Ciudad de México en diciembre de 1959. Así salió de Cuba quien hoy es mi esposa.
La familia se instaló en Abilene donde Gerardo trabajó como guardia en una escuela cuyo director, al ver que pasaba los ratos libres leyendo, le consiguió una beca para la universidad. En 1964 se graduó con un título en español y en administración de empresas. “Mi esposa trabajó como costurera para ayudarme. Me apoyó todo el tiempo”, dice Gerardo mientras mira con cariño a Haydee. Luego conseguiría una maestría en la Texas Tech University, en Lubbock. Y un día, la Broadway Church of Christ de esta ciudad lo envió a él y a su familia a Barcelona, España, para trabajar como misionero. Esa aventura empezó a finales de los años 70 y duró 15 años.De regreso en Texas, trabajó como profesor de español en las escuelas públicas del área de Dallas-Fort Worth. Se jubiló en el 2001. Tiene cinco hijos, 13 nietos y tres biznietos.
Haydee padece de Alzheimer y a Gerardo, con el apoyo de su hija Lily, le gusta hablarle de Cuba. Haydee calla y te observa con ojos infinitos y cómplices. Pero todavía recuerda las letras de los boleros y de los sones que canta, iluminada, junto a su amado Gerardo. “Le debo a Estados Unidos más que a mi propio país. Pero a mi amada Haydee se lo debo todo”.
—Alberto Avendaño es Director Ejecutivo de El Tiempo Latino
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