A veces uno piensa que la vida es como el metro en el área metropolitana de Washington, DC. Nunca nada funciona al 100 por 100. Los elevadores que están ahí para ascenderte a la cotidiana realidad están siempre en boca de una mujer que notifica, vía altoparlantes borrascosos, la larga lista de estaciones en las que misteriosas averías hacen inservible la mecánica de devolver a su realidad urbana al pasajero. Por su parte, las escaleras mecánicas son siempre una incógnita a solventar por piernas cansadas y mentes borrosas en el subterráneo. Cuando no está petrificada la escalera de subida, lo está la de bajada. O las dos, aunque ese día funciona el elevador que no es capaz de impedir una cola tan irregular y peligrosa como una anaconda. Y en silencio, los pasajeros demuestran, una vez más, que hay esperanza para el ser humano. La gente, educadamente, se sonríe entre suspiros de paciencia descreída y algún comentario frustrado pero de baja intensidad. Y el más osado se pregunta: ¿Por qué se tardan en arreglar una escalera mecánica lo que llevaba construir una catedral medieval? Sin exagerar: he visto edificios en Bethesda o en Silver Spring alzarse entre voces de esa eficiente mano de obra de torre de Babel bilingüe —español/inglés— más rápido que algunos trabajos en escaleras mecánicas de alguna estación de nuestro amado metro. El eslogan de Metro es “Forward”, pero la sensación es lenta. Es un medio de transporte que personalmente me encanta y es una de las ventajas de esta gran ciudad que son las ciudades en las que vivimos los que habitan y visitan Washington, DC. Pero, hay que admitirlo, es también tan atractivo como surrealista, tan útil como frustrante, tan incomprensible y sorpresivo como la vida misma.
No es mi intención criticar o atacar a las autoridades de Metro —hoy no, al menos. El Tiempo Latino y The Washington Post cubren y tratan de explicar regularmente lo que rodea a este necesario medio de transporte. Luz Lazo, quien trabajó para El Tiempo Latino durante unos años y hoy escribe sobre transporte en las páginas locales del Post, es una de las reporteras que leo —y “sigo”, como se hace ahora con los periodistas— para estar al tanto de las sorpresas y las controversias. El transporte urbano es, al fin y al cabo, parte de nuestra identidad comunitaria, lo que nos define y descubre nuestra complejidad sicosocial.
Y hablando de esto: ¿Por qué nos lleva tanto tiempo unir Silver Spring con Bethesda? ¿Por qué nunca se construyó una estación en Georgetown? ¿Por qué se tarda tanto en unir un aeropuerto internacional con nuestra joven —apenas 40 años— estructura de metro? Hay quien responde con un simple “falta de planificación adecuada”. Pero, a veces, la planificación esconde ansiedades raciales y otros inconfesables criterios sicosociológicos… el debate de estos días es la seguridad. El chairman de la NTSB, Christopher Hart, reconoció el 22 de junio, durante una audiencia para presentar la investigación sobre el accidente en un túnel del metro el 12 de enero en el que perdió la vida una pasajera, que la coordinación y los mecanismos de seguridad dejaron mucho que desear. Y seis años después del trágico accidente de la Línea Roja, la alcaldesa de DC Muriel Bowser inauguró el Legacy Memorial Park en recuerdo de las nueve víctimas. Allí estuvo Evelin Fernández, la hija de la salvadoreña Ana Fernández quien perdió la vida en el más grave accidente en la historia de Metro. Evelin, rodeada de sus hermanos, rindió tributo a su madre. Dijo que la echaba de menos y que añoraba su sonrisa. Pero también expresó que se sentía feliz por haber criado a sus maravillosos hermanos. La vida, como el metro, puede ser dura y dulce al tiempo. Nunca perfecta al 100 por 100.
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Avendaño es director de El Tiempo Latino, la publicación hispana de The Washington Post.
@albertoavendan1