“Los revolucionarios no se jubilan nunca”. Le escuché decir esto a Fidel Castro, aquel otoño de hace 25 años, en el Palacio de la Revolución, en La Habana. Palacio y Revolución en la misma frase me pareció entonces una contradicción más de las muchas que respiré en Cuba. Un pequeño grupo de periodistas habíamos logrado una conversación con El Comandante. La isla se encontraba entonces navegando las procelosas aguas de un nuevo orden mundial sin subsidios soviéticos y cortejando, como siempre, al capital europeo. En las calles me ofrecieron habanos de contrabando y, cuando los rechacé alegando mi estatus de periodista extranjero cubriendo a Fidel, me abrazaron al grito de “¡Compañero!”. Era fácil observar el precio del sexo: una pastilla de jabón, una comida frugal o una visita a tiendas solo para turistas. Conversé con cubanos comprometidos con el regimen “hasta el final”, con quienes vivían de las remesas que llegaban de Miami o de España, y con quienes me respondían sin temor pero entre líneas. El activista y opositor Elisardo Sánchez acudía al hotel Habana Libre, en el que me alojaba, y se situaba a media distancia de los periodistas. Una barrera invisible de policías de paisano se apostaba en la barra del bar o en los pasillos del hotel. Nunca hablé con Sánchez. Pero en el Palacio, le pregunté a El Comandante qué pensaba de su oposición política y con quién se sentaría a negociar una transición para su país. El líder mundial más conocido por su incontinencia verbal liquidó la cuestión con una respuesta concisa, más cercana al gringo Hemingway que al habanero Carpentier. “La oposición política en Cuba no existe, la única oposición son los Estados Unidos de América”, dijo.
En aquellos días, la salud de El Comandante era un secreto de Estado. En Miami llevaban décadas anunciando su muerte. Mientras, El Comandante sobrevivía a un presidente estadounidense tras otro desde que en octubre de 1960 , Dwight D. Eisenhower, iniciara el embargo a la isla. El bloqueo sería impuesto formalmente el 7 de febrero de 1961 con John F. Kennedy.
Pocos años después de mi visita a La Habana, y en una conversación con el ex coronel Beruvides en Miami, escuché que sectores del exilio calculaban en medio millón los muertos que generaría la transición cubana a la democracia.
La revancha, me dijeron, era inevitable. Washington, Europa y El Vaticano podrían impedir el baño de sangre, pensé. Pero Washington ha sido lento y torpe, dedicándose a jugar al politiqueo fácil —embargos que nunca funcionan, pero son útiles para recolectar votos— abandonando la vision hemisférica.
Hoy, quienes perdieron el tren de la historia preparan el Castrismo sin Castro. Se quedarán en el andén de nuevo. Los llamados “gusanos” siguen mandando dinero a la isla, desde el exilio. Muchos se han metamorfoseado en bellas mariposas. Es el poder del tiempo. Hoy, la muerte sacó al dictador del laberinto del que no supo sacar a su país en más de 50 años. Castro coquetea ahora con la eternidad. Porque los revolucionarios ni se jubilan, ni se mueren.
La novela de Graham Greene “Nuestro hombre en La Habana” es una inusual fusión de comedia y suspense.
Un espía accidental comienza a inventarse reportes de inteligencia en los que incluye una lista de los agentes que recluta y que solo existen en la cabeza de nuestro hombre. Todo va bien hasta que estos agentes imaginarios —o gente que se les parece— comienzan a ser asesinados. Es una parodia política con básicos sentimientos humanos de fondo. Esta comedia de los errores es interpretada por un hombre que participa en un juego que desconoce —un tipo normal con ambiciones simples y obsesionado con cuidar de una hija a la que adora.
Cuando fui a La Habana, y cuando, como periodista, informé o escribí sobre la comunidad cubana de Estados Unidos, jamás me encontré con un espía accidental pero hablé con personas cuyas vidas fueron cambiadas por la fuerza inmisericorde de los vientos de la ortodoxia política.
Muchos en la isla debieron jugar a ser soldados por una causa. Algunos tenían amigos o familiares en la cárcel por pensar diferente —¿espías?— o por ser diferentes —homosexuales, rockeros, punkis… La mayorían deseaban cosas simples —jabón, jeans, una comida en un restaurante para turistas. También conocí a algunos que solo necesitaban un poco de espacio para respirar.
La muerte de Castro es hoy un ladrillo menos en el muro cubano. Europa, Rusia y China se han posicionado en la isla. Washington envía su mensaje: EE.UU. también jugará en esa parte de su jardín trasero. Ojalá su participación en este juego de tronos geopolítico proporcione a los cubanos las cosas simples de la vida que tanto deseaba nuestro hombre en La Habana.