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Sus largos rizos cayeron hacia adelante mientras revisaba su tarea antes de llegar a George Washington University, donde es estudiante de posgrado. En los primeros días de clases en la escuela, a pocas manzanas de la Casa Blanca, luchó por encontrar la mejor manera de describirse ante sus compañeros de clase.

“Yo soy una estudiante internacional”, decía. Pero no encajaba, así que empezó a presentarse como “una estudiante inmigrante”. Pero eso tampoco estaba bien. Por fin encontró algo: -Hola, soy Claudette, soy una estudiante indocumentada de México. Cuando el autobús cruzó en la intersección de las calles 16 y K en el noroeste de Washington, Monroy solicitó la parada. Salió del bus y decidió caminar el resto del trecho.

Vio a un hombre protestando con un cartel que decía “I Love Diversity”. Pasó por una estatua del Presidente Andrew Jackson encaramado en un caballo en Lafayette Square.

Pasó una acera enrejada en frente de 1600 Pennsylvania Avenue, el lugar que ahora ocupa un Presidente que fue elegido con la promesa de perseguir a gente como ella.

Hay 11 millones de inmigrantes indocumentados en el país, y mientras muchos están ahora viendo desde lejos cómo sus destinos se deciden en la capital del país, hay otros que comparten calles, aceras y trenes de Metro con la misma gente que toma esas decisiones. Son taxistas que montan a políticos en los asientos de sus carros. Son cuidadores de niños que reciben llamadas de empleados del Departamento de Justicia para avisarles que llegarán tarde. Son personas que se encuentran de pie en las sombras de la Casa Blanca, donde de un plumazo se podría deshacer todo por lo que han estado trabajando.

“Es muy loco que la persona que vive allí tenga tanto poder para impactar la vida de todos”, dijo Monroy.

Durante su campaña, Trump prometió construir un muro en la frontera mexicana, intensificar las deportaciones de los que ya están en el país y rechazar a los refugiados e inmigrantes de los países musulmanes.

“Es nuestro derecho como nación soberana elegir a los inmigrantes que creemos que son los que tienen más probabilidades de prosperar y los que van a querer a nuestro país”, dijo Trump en un importante discurso de inmigración el verano pasado. Desde que asumió el cargo, ya ha empezado a cumplir esas promesas. Entre los que podrían verse afectados en Washington -y que se atrevieron a hablar con The Washington Post a pesar de los temores a las repercusiones- hay un cocinero que anteriormente era limpiador de platos, una mujer transgénero que teme la muerte si es deportada, un jornalero que pasa sus días libres en la biblioteca, un padre de dos hijos nacidos en Estados Unidos y Monroy, quien trabaja en una organización sin fines de lucro que ayuda a las mujeres inmigrantes y sabe lo que está en juego más allá de su propia vida.

Antes de la inauguración de Trump, cada vez que Monroy pasaba por la Casa Blanca, tomaba una foto y la publicaba en Snapchat o Instagram. Muchas de sus publicaciones fueron acompañadas de elogios al Presidente Barack Obama, quien creó el programa Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA) para ofrecer protección temporal a ella y a más de 700.000 “dreamers” que llegaron a los Estados Unidos cuando eran niños. El futuro del programa es incierto, al igual que el destino de los beneficiados.

Ese día de enero cuando Monroy caminó a clase, publicó una nueva foto de la Casa Blanca. Presentaba un emoji de un puño y una palabra: “Resistir”.

Tal como lo hace siete mañanas a la semana, Enrique cruzó el Washington Beltway, con el Capitolio de los Estados Unidos brillando a su derecha. Sabe que las leyes que allí se hacen pueden devastar a su familia. También sabe que las personas que trabajan allí, incluyendo miembros del Congreso, comen su comida. Enrique, quien pidió ser identificado solo por su nombre, llegó a los Estados Unidos en 2001 y comenzó a lavar los platos en Washington hace 10 años. Ahora, con 36 años, es el cocinero principal en un restaurante popular al norte de Virginia.

“Sé que no son tan estúpidos como para no darse cuenta de que hacemos cosas buenas por este país también, ¿verdad?” Preguntó refiriéndose a la gente que trabaja bajo la cúpula del Capitolio. “Este es un país construido por inmigrantes, ¿verdad?”

El ascenso de Enrique ha sido alimentado por la fe en el trabajo duro. Hace malabares con dos trabajos a tiempo completo. En su sala de estar hay una carpeta de anillos llena con papeles: declaraciones de impuestos, certificados de inglés, un diploma culinario, su GED.

Su típico día de 12 horas comienza con dejar a su hijo en la guardería y conducir a Virginia, donde su esposa trabaja desde las 7 a.m. en su negocio alternativo de productos de salud.

UNIVERSITARIA. Claudette Monroy en su camino a clase en la Universidad George Washington, donde estudia educación internacional. Ella ha vivido la mitad de su vida en los EE.UU.



Bonnie Jo Mount — The Washington Post

UNIVERSITARIA. Claudette Monroy en su camino a clase en la Universidad George Washington, donde estudia educación internacional. Ella ha vivido la mitad de su vida en los EE.UU.

Enrique se dirigió hacia las aceras para reclutar clientes. “Mira, amigo, ¿puedo darte alguna información?”, dijo el hombre quien, de niño, tomaba un manojo de plátanos de la tienda de su madre en Honduras y los vendía uno por uno en la calle. Después de tres horas, le dio a su esposa ocho números de teléfono para hacerle seguimiento.

A las 2 de la tarde, se puso su uniforme de chef y se dispuso a preparar la pre-cena con cuatro ayudantes. Cogió un tomate. Con su cuchillo lo cortó en un montón de rebanadas perfectas en cuestión de segundos.

“Es un activo para cualquier negocio”, dijo su jefe, un ciudadano estadounidense naturalizado que es consciente del estatus de indocumentado de Enrique. “Cuando encuentras a alguien dispuesto a trabajar duro y que quiere estar aquí, tienes suerte”.

Enrique dijo que el clima antiinmigrante del país pesa sobre él. Presta atención a todo rumor sobre cambio de política. Conduce cautelosamente. Él y su esposa ya han hecho planes para su hijo si algo les sucede.

“No puedo soportar pensar en separarme de mi hijo -dijo Enrique, con el rostro enrojecido por el calor-. “A veces mi mente no para de pensar ¿Qué pasa si, qué pasa si, y si?” Cogió su cuchillo y regresó a trabajar.

—El día de la inauguración, Solomon, de 50 años, se dirigió al National Mall.

Pero cuando el inmigrante africano se encontró con un puesto de control de seguridad, lo devolvieron.

“Durante 15 años la policía nunca me ha pedido documentos”, dijo Solomon, quien pidió usar sólo su primer nombre. “Ahora no sé, tal vez Trump va a venir por mí”.

Solomon llegó a Washington D.C. desde Etiopía en el 2002, y ha sido indocumentado desde entonces.

Él ha sido trabajador de mantenimiento de edificios por varios años, pero últimamente ha decidido pararse afuera de Home Depot en D.C. tratando de obtener trabajos en pintura o en construcción. “Es difícil conseguir trabajo sin un pasaporte o licencia de conducir” dijo, “pero al menos he podido sostenerme sin complicaciones. Hasta ahora”.

En los días que no trabaja, Solomon a menudo visita una biblioteca pública de D.C. que queda a menos de dos millas de la Casa Blanca, para leer noticias internacionales en una computadora. La semana pasada, salió después de terminar su rutina, cerrando su chaqueta de cuero hasta el cuello para protegerse del frío de febrero. Sacó su teléfono y llamó al canal Voice of America, que tiene noticias en Amharic.

“Más asesinatos, siempre están matando a gente allí” –dijo Salomon, sacudiendo su cabeza. “Mis amigos me dicen: ‘no pienses en volver aquí’”.

Su familia, originalmente de Eritrea, fue expulsada de Etiopía en la década de los ‘90. A pesar de que todos nacieron en Etiopía, los agentes del gobierno tomaron su tienda en Addis Abeba y, sin darles compensación alguna, los obligaron a irse a Eritrea. Su tío murió en el desierto durante el traslado. “Se lo comieron las hienas”, contó Salomon.

Entonces Salomon se dirigió a México, cruzó la frontera a California y solicitó inmediatamente asilo político. Su solicitud fue negada, pero su abogado no le avisó que tenía 30 días para apelar la decisión del gobierno. Como no lo hizo, su expediente fue cerrado.

Ahora, más de una década después, está intentando de nuevo, pagando $2.000 a un abogado de inmigración, de forma adelantada, para reabrir su caso. Tal vez eso lo protegerá.

“Ahora, no tengo nada”, dijo.

Trump puede hacer lo que quiera.

—El custodio de 31 años nunca pensó que escucharía a su madre y a su esposa, inmigrantes de El Salvador, hacer la siguiente sugerencia: “Tal vez la familia debería mudarse a México”.

“No”, les respondió. “Sé más sobre los Estados Unidos que sobre México. No creo que haya un lugar para mí en México”.

Ha tenido la misma conversación con otros parientes, y ha tratado de animarlos a quedarse, incluso a aquellos que tienen menos protecciones que él.

El custodio, quien habló bajo condición de anonimato, tenía 13 años cuando su familia, con la ayuda de coyotes, lo trajo de México a Washington D.C. Hizo sus estudios de bachillerato en la secundaria de la ciudad, y su primer empleo fue limpiando oficinas en edificios cuando tenía 17 años. Él trabajaba a pocas cuadras de la Casa Blanca.

“Esta es nuestra casa”, le dijo a su madre y a su esposa. “Esta es la casa de nuestros hijos”.

Él tiene una hija de 3 años y un hijo de 7, ambos nacidos en Estados Unidos. Una tarde reciente, los recogió de la escuela y ya en casa empezaron a dibujar. Él se sintió orgulloso de ellos. Su hijo ha recibido una beca para una escuela privada, y también acaba de recibir un premio por ser el mejor estudiante de la clase en matemáticas.

“Quiero que se conviertan en lo que yo no fui”, dijo. “Quiero que tengan una carrera. Quiero que tengan un título. Si eso significa que tengo que quedarme aquí y enfrentar todo este racismo, lo tendré hacer”.

En el edificio donde trabaja, entre el Capitolio y la Casa Blanca, ve gorras de Trump en los estantes. Él se pregunta cómo la gente puede dejar gorras allí, sabiendo que son inmigrantes los que limpian sus oficinas todos los días.

Bajo el mandato de Obama, el custodio calificó para la protección de DACA, pero su permiso expira en mayo. Aunque ya pidió una renovación, todavía no ha llegado nada al correo.

“Realmente tengo miedo”, dijo. “Si pierdo DACA, va a ser un desastre para mí. Voy a perder mi trabajo. ¿Cómo voy a criar a mis hijos? Cuando conseguí DACA, sentí que estaba saliendo de las sombras. Ahora siento que vamos a volver a las sombras”.

—Un hombre llegó recientemente al edificio de apartamentos de Catalina Velasquez en el centro de Washington, gritando furiosamente por ella. Ella no lo conocía. No sabe cómo descubrió dónde vivía.

Pero sabía por qué estaba allí. Por la misma razón por la que está siendo molestada por Internet, dijo. No sólo es una mujer transgénero, también es inmigrante indocumentada y ha criticado en público el liderazgo de Trump.

EXPERTO CULINARIO. El chef de un restaurante en Alejandría es indocumentado y ha trabajado desde lavador de platos hasta cocinero.



Evelyn Hockstein — The Washington Post

EXPERTO CULINARIO. El chef de un restaurante en Alejandría es indocumentado y ha trabajado desde lavador de platos hasta cocinero.

Esa combinación, dijo, hace que la gente se enoje.

“Tengo derecho a estar aquí, sin pedir disculpas”, dijo Velasquez, quien dirige su propia empresa de consultoría política, medios y diversidad y habló en la Casa Blanca durante la presidencia de Obama. “Y amo a este país”, aunque no alberga ilusiones sobre su historia de hostilidad hacia las minorías y las mujeres.

“Esta no es la primera vez que tenemos a un intolerante en el cargo”, dijo. “Creo que vamos a sobrevivir, pero como antes, será a expensas de muchas vidas, y serán vidas como las mías”.

Velasquez, quien se graduó de la Escuela de Asuntos Exteriores de Georgetown University y habla tres idiomas, está protegida bajo DACA. Pero si Trump elimina DACA, teme que, como mujer transgénero, la deportación suponga una sentencia de muerte para ella.

Tenía 14 años cuando sus padres la sacaron de la escuela privada en su Colombia natal y trasladaron a la familia a los Estados Unidos, donde solicitaron asilo y se les negó. Ella estaba cursando su primer semestre en Georgetown cuando su madre la llamó para decirle que los agentes de inmigración estaban en la casa. Su madre, su padre y su hermana fueron detenidos y deportados sin que ella los viera. Entonces tenía 21 años.

“Desde entonces no he podido abrazar a mi madre”, dijo Velasquez, de 29 años. “Cada año hay una Navidad más, un Día de Acción de Gracias más, un cumpleaños más que no puedo ver a mi familia. A veces es debilitante, a veces me da fuerzas para decir que esto no debería suceder a otra familia”.

El hombre que trató de encontrarla ese día nunca llegó a su apartamento. Si lo hubiera hecho, habría visto muchas señales de que no sería fácil silenciarla. En sus paredes hay carteles que hablan de su activismo y sus esperanzas. En uno de ellos hay una imagen enmarcada grande de un signo de la paz con la palabra “imagina”. En otra, una mariposa se cierne bajo las palabras “No Papers, No Fear!!!” (Sin Papeles, Sin Miedo).

-En marzo, Claudette Monroy habrá pasado exactamente la mitad de su vida en México y la mitad en los Estados Unidos. A los 30 años, ahora puede expresar mejor sus sentimientos en inglés, pero responde con más fuerza cuando la gente dice malas palabras en español.

Tenía 10 años cuando su padre murió y 12 cuando su madre le dijo que ya no podía pagar por su escuela y la necesitaba para quedarse en casa con su hermana menor. A los 15 años, usando una visa de turista, se vino a vivir con su hermana mayor a Virginia.

“Los planes eran que yo iba a terminar mi primer año, y después iba a regresar a México”, dijo. “Pero la vida pasó, y me estaba yendo bien en la escuela”.

Monroy está ahora estudiando una maestría en educación internacional. También es directora de educación en The Family Place, una organización de servicios que ofrece clases de alfabetización para inmigrantes adultos, muchos de los cuales no tienen más que una educación de tercer grado. Monroy agradece a DACA por haberle dado esa libertad para prosperar y ayudar a otros.

Ella espera que Trump continúe esta política, pero dijo que si la revoca, está menos preocupada por ella misma que por otros. Todos los días ve a mujeres que vienen de lugares donde las pandillas han tomado sus casas y trataron de reclutar a sus hijos. Mujeres que temen no sólo la inestabilidad, sino la pérdida de sus seres queridos si se ven obligados a abandonar los EE.UU. Es por eso que en las últimas semanas ha asistido a las protestas en la Casa Blanca y en frente del hotel Trump.

“Les he dicho a mis amigos que si tengo que rebajarme a pelear, será una pelea glamorosa”, dijo.

Un día, cuando salió del trabajo, vio una señal en el patio. En el frente, visible desde la calle, anunciaba el nombre de la organización. En la parte de atrás, había un mensaje que la hizo sonreír y que ella ve como un importante recordatorio en medio de tanta incertidumbre: “Sí, se puede”. Sí, podemos.

Este artículo ha sido traducido por El Tiempo Latino / El Planeta

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