Durante un mes, Venezuela se ha visto sacudida por masivas manifestaciones populares contra el régimen de Nicolás Maduro, que ha llevado al país a una distopía de disfunción económica y criminalidad, violando flagrantemente las normas democráticas y constitucionales. Las demandas de la oposición han conseguido eco en la mayoría de los vecinos de Venezuela en la Organización de Estados Americanos: liberar a los presos políticos, celebrar elecciones democráticas y tomar medidas para remediar la drástica escasez de alimentos y medicinas, incluyendo aceptar la ayuda humanitaria.
La respuesta del régimen ha sido brutalmente inflexible. Ha golpeado a manifestantes de la oposición con balas de goma (perdigones) y los ha envuelto en gases lacrimógenos; 29 personas (hasta el 1 de mayo) han muerto en las manifestaciones. Ha anunciado su intención de retirarse de la OEA, donde ha enfrentado demandas para cumplir con una carta democrática que requiere que haya libertad de reunión y elecciones libres. El lunes, Maduro anunció su respuesta más radical: la convocatoria de una asamblea constituyente para reescribir la constitución, una maniobra claramente destinada a evitar futuras elecciones y convertir formalmente a Venezuela en un Estado autoritario.
Es fácil ver por qué Maduro querría evitar una resolución democrática de la crisis. Las encuestas muestran que el gobierno tiene el apoyo de menos de un cuarto de la población, que está afectada por una de las tasas de criminalidad más altas del mundo y una escasez de alimentos tan grave que una gran mayoría dice haber perdido peso. La oposición ganó las últimas elecciones, para la Asamblea Nacional, por una mayoría aplastante en diciembre de 2015. Desde entonces el régimen ha utilizado su control de la Corte Suprema para despojar de sus atribuciones al Poder Legislativo, mientras se niega a programar las elecciones regionales o a realizar un referéndum que buscaba revocar el mandato de Maduro.
Ahora Maduro está sugiriendo que se elija una asamblea constituyente, pero no por una votación libre y justa. La mitad de sus miembros provendría de organizaciones sociales controladas por el partido gobernante. Una vez convocada, la asamblea probablemente sería usada para disolver el Congreso controlado por la oposición y entregar el poder a las estructuras del régimen; podría rehacer que Venezuela siga la misma línea de Cuba, cuyo régimen castrista ha sido el tutor de Maduro.
La perspectiva de este golpe ha llevado a la oposición a redoblar sus protestas. Los caminos en gran parte de Caracas han sido bloqueados con barricadas de manifestantes. Pero Maduro y el círculo corrupto que lo rodea, incluidos los generales acusados de narcotráfico y especulación con la importación de alimentos, calculan que pueden ganar la batalla en las calles y que perderán todo si aceptan las elecciones.
El resultado es que uno de los países más importantes de América Latina, un importante productor de petróleo con una población de 30 millones de habitantes, se dirige rumbo a un cataclismo mayor al que ha presenciado el hemisferio desde las guerras centroamericanas de los años ochenta. No está claro qué puede ahora detener a Maduro, pero un proyecto de ley presentado el miércoles en el Senado de Estados Unidos por una amplia coalición bipartidista ofrece un camino hacia ello, incluyendo 10 millones de dólares para sembrar una iniciativa de ayuda humanitaria dirigida por Estados Unidos, reforzar las sanciones de altos funcionarios del gobierno y la compilación de un informe público sobre la participación de esos funcionarios en el tráfico de drogas y la corrupción. Los esfuerzos de Estados Unidos para rescatar a Venezuela han sido esporádicos y mediocres; este es el momento de acelerarlos.
(Traducción El Tiempo Latino/El Planeta Media)