A los Sacerdotes, Religiosos y Laicos de la Iglesia de Washington, Gracia y paz a todos en Cristo.
Observando desde el santuario de muchas iglesias de nuestra arquidiócesis podemos apreciar el rostro del mundo, pues en cualquier domingo recibimos en la congregación a vecinos y personas recién llegadas cuyos orígenes son diversos. Nos sentimos muy orgullosos de reunirnos para la Misa con mujeres y hombres, jóvenes y mayores, de tantos países, procedencias étnicas y tradiciones culturales, y con frecuencia podemos constatar que esta unidad es una señal del poder de la gracia que une a las personas.
Pero también sabemos que todavía tenemos un largo camino por recorrer para entender la armonía a la que estamos llamados como familia humana. Una realidad que lesiona esa unidad es el persistente mal del racismo. Trágicamente, la fuerza divisiva de este pecado continúa sintiéndose en nuestra tierra y en nuestra sociedad. Es nuestra fe la que nos llama a vernos el uno al otro como miembros de la familia de Dios; es nuestra fe la que nos llama a enfrentar y vencer el racismo.
Este desafío está arraigado en nuestra identidad cristiana como hermanas y hermanos, redimidos por la sangre de Cristo. Debido a que Dios nos ha reconciliado consigo a través de Cristo, los cristianos hemos recibido el ministerio de la reconciliación. San Pablo nos dice que: “Dios nos reconcilió con él en Cristo… confiándonos el mensaje de la reconciliación” (2 Corintios 5, 18-19).
La misión de la reconciliación adquiere un nuevo énfasis hoy en la medida en que el racismo continúa manifestándose en nuestro país y nos exige redoblar nuestros esfuerzos. Todos estamos conscientes de los incidentes ocurridos, tanto a nivel nacional como cerca de casa, que ponen de relieve las continuas tensiones raciales que surgen en nuestra sociedad. A pesar de los numerosos avances logrados y de la buena voluntad de muchísima gente, son demasiados nuestros hermanos y hermanas que continúan siendo victimados por el racismo. Tan cierto es esto que nuestra Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos ha establecido un Comité Ad Hoc contra el Racismo formado por miembros del clero y por hombres y mujeres seglares con el cometido de denunciar este mal que es causa de desunión y de gran daño.
Esta no es la primera vez que nosotros, los obispos, hemos elevado nuestra voz colectiva contra el racismo. Lo hicimos en la reflexión pastoral, Hermanos y Hermanas para Nosotros (1979). Aquí, en nuestra propia arquidiócesis, tenemos el ejemplo edificante del cardenal Patrick O’Boyle y las medidas que él tomó para eliminar la segregación en nuestras escuelas católicas varios años antes de que la Corte Suprema abordara este problema. También está la carta que él dirigió a todos los fieles católicos recordándoles que sus decisiones y su enseñanza estaban enraizadas en el Evangelio y en “las enseñanzas de la Iglesia sobre lo que los católicos deben creer y hacer”. Es en continuidad con esa misma enseñanza, compartida y expresada por cada uno de los arzobispos de Washington, que me permito pedir que reflexionemos con énfasis reiterado en la importancia de un diálogo que nos lleve a encontrar fórmulas para confrontar el racismo hoy.
Para abordar el racismo, debemos reconocer dos realidades: que este mal existe en una variedad de formas, algunas más sutiles y otras más obvias; y que hay algo que podemos hacer al respecto, incluso si nos damos cuenta de que nuestras afirmaciones y acciones no vayan a dar como resultado una solución inmediata a un problema que se prolonga por generaciones. Sin embargo, debemos enfrentar este problema con la convicción de que, de alguna manera personal, todos podemos contribuir a resolverlo.
¿Por dónde empezar? Antes de dirigir nuestra atención a algunas formas de actuar, debemos reafirmar que aquello que estamos haciendo es no sólo necesario, sino que es bueno porque Dios así lo quiere.
Las divisiones que nos aquejan hoy en día, que se basan en el color de la piel o el origen étnico de una persona, obviamente no forman parte del plan de Dios. En el primer capítulo del libro del Génesis leemos al comienzo de la historia de la humanidad: “Y creó Dios al hombre a su imagen. A imagen de Dios lo creó. Varón y mujer los creó” (Génesis 1, 27).
Esta enseñanza se aplica a nuestros días con claridad en el Catecismo de la Iglesia Católica, que afirma: “Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien… y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar” (pár. 357).
Este es el punto de partida para nuestra reflexión. La raza humana está enraizada en el acto bondadoso y creativo de Dios, que nos creó y quiso que fuéramos una familia, –todos hijos de Dios– hechos a la imagen y semejanza de Dios. No hay base alguna para sostener que algunos están hechos más a la imagen de Dios que otros.
La intolerancia de otras personas, en cualquiera de sus formas, por motivos de raza, religión u origen nacional es, en última instancia, una negación de la dignidad humana. Nadie es mejor que otra persona por el color de su piel o el lugar de su nacimiento. Lo que nos hace iguales ante Dios y lo que nos debe hacer iguales en dignidad el uno frente al otro es que todos somos hermanos y hermanas, porque todos somos hijos del mismo Dios bondadoso que nos creó.
El racismo niega la igualdad y la dignidad básicas de todas las personas ante Dios y entre sí. Es por esta razón que los obispos de los Estados Unidos, en la carta pastoral de noviembre de 1979 sobre el racismo, Hermanos y Hermanas para Nosotros, afirman claramente: “El racismo es un pecado”. Es un pecado porque “divide a la familia humana, oculta la imagen de Dios entre miembros específicos de esa familia y viola la dignidad humana fundamental de aquellos que están llamados a ser hijos del mismo Padre”. La carta continúa recordándonos que “el racismo es el pecado que dice que algunos seres humanos son intrínsecamente superiores y otros esencialmente inferiores por cuenta de su raza”.
El racismo se define como un pecado porque ofende a Dios al negar la bondad de la creación. Es un pecado contra nuestro prójimo, particularmente cuando se manifiesta en apoyo de las estructuras sistémicas de pecado en los ámbitos social, económico y político. También es un pecado que atenta contra la unidad del Cuerpo de Cristo, porque socava la solidaridad por cuenta de las faltas personales de prejuicio, discriminación y violencia.
Trágicamente, la deshonra del racismo se ha manifestado a lo largo de la historia humana y ha afectado aparentemente a cada continente, pues la migración y el comercio, la exploración y la expansión colonial crearon entornos que propiciaron el prejuicio, la denigración, la marginación, la discriminación y la opresión, ya fuera contra los pueblos indígenas o los recién llegados.
La historia de nuestro propio país ha sido testigo de la explotación y la opresión de los pueblos indígenas, asiáticos, latinos, japoneses-estadounidenses y otros, e incluso personas procedentes de diversas partes de Europa. Pero en nuestra patria, la evidencia más profunda y extensa del racismo radica en siglos de pecados como los de trata de personas, esclavización, segregación y los efectos persistentes que han experimentado hombres, mujeres y niños afroamericanos.
Todos estamos llamados a reconocer hoy que el racismo continúa manifestándose de muchas maneras. Puede ser en el plano personal, institucional o social. A menudo el racismo se aprende de los demás o nace de la ignorancia al no interactuar con personas que pertenecen a una cultura o procedencia étnica diferente. Esta experiencia histórica se ha visto agravada por la indignación selectiva expresada frente a ciertas formas de discriminación y el apoyo silencioso a otras expresiones de discriminación por parte de algunas fuerzas políticas, algunas entidades religiosas y eclesiásticas, y algunos medios de comunicación. Aquello que debería ser una bendición, –la diversidad de nuestros orígenes, experiencias y culturas– se convierte en un obstáculo para la unidad y una pesada carga para algunos. El dolor que esta situación causa en la vida de las personas es muy real.
Mientras luchamos por eliminar las actitudes que fomentan el racismo y las acciones que lo expresan, debemos mostrar en qué forma son enriquecedoras las diferencias que encontramos en el color de la piel, el origen nacional o la diversidad cultural. Las diferencias significan pluralidad, no ser mejor o peor. La igualdad entre todos los hombres y mujeres no significa que todos deban verse, hablar y pensar de la misma manera y actuar en forma idéntica. La igualdad no significa uniformidad. Más bien, cada persona debe ser vista en su singularidad como un reflejo de la gloria de Dios y como un miembro pleno y completo de la familia humana.
Entre los cristianos, la exigencia de la unidad es aún mayor porque está arraigada en la gracia, por lo cual el racismo merece una repulsa mucho mayor. Todo el que es bautizado en Cristo Jesús es llamado a llevar una vida nueva en el Señor. El bautismo nos une con el Señor Resucitado y por medio de él con cada persona que sacramentalmente ha muerto y resucitado a una nueva vida en Cristo. Esta unidad, sacramental y real nos reúne en un nivel superior que trasciende lo puramente físico, y esa unidad que todos compartimos a través de la realidad natural de la creación, nos conduce a un nivel superior: el ámbito de la gracia.
En Cristo vivimos en el mismo Espíritu, compartimos la misma vida nueva y somos miembros de un solo cuerpo espiritual. Como miembros de la Iglesia, estamos llamados a ser testigos de la unidad de la familia de Dios y, por lo tanto, a ser un testimonio vivo de la integración que es un signo de gracia de nuestra unidad.
El llamado a una unidad que trascienda los lazos étnicos y las diferencias raciales es difícil de aceptar para algunos. Podemos sentirnos cómodos en el enclave del mundo que conocemos e incluso mirar con desconfianza a otros que son diferentes a nosotros por su origen étnico o por el color de su piel. No obstante, para ser verdaderamente fieles a Cristo, debemos responder a su enseñanza de que en él todos somos uno y, por lo tanto, uno con los demás, porque “todos somos hijos de Dios y constituimos una sola familia en Cristo” (Lumen Gentium 51).
La intolerancia y el racismo no desaparecerán si no tomamos conciencia y todos hacemos un esfuerzo concertado. Es preciso, pues, renovar periódicamente el compromiso de erradicarlo de nuestros corazones, de nuestras vidas y de nuestra comunidad. Si bien podemos idear todo tipo de declaraciones políticamente correctas para proclamar la igualdad racial, si no hay un cambio en la actitud básica del corazón humano, nunca nos elevaremos a ese nivel de unidad en el unos y otros nos aceptamos por lo que somos y por la semejanza que compartimos como imágenes de Dios.
San Juan Pablo II, en el Gran Año Jubilar, solicitó el reconocimiento de los pecados cometidos por los miembros de la Iglesia durante su historia. Abogó por la reconciliación mediante la recordación de las faltas del pasado con un espíritu de arrepentimiento en oración que conlleva a la sanación de las heridas del pecado.
Hoy es preciso reconocer los pecados pasados del racismo y avanzar, con un espíritu de reconciliación, hacia una Iglesia y una sociedad donde se curen las heridas del racismo. En este proceso, debemos avanzar hacia la luz de la fe, aceptando a cuantos nos rodean, y dándonos cuenta de que nunca debemos olvidar a aquellos que han sido heridos por el pecado del racismo.
Al mismo tiempo, reconocemos el testimonio de los católicos afroamericanos, que a través de épocas de esclavitud, segregación y racismo se han mantenido firmes en su fe. También reconocemos la fe perdurable de los inmigrantes, que no siempre se han sentido bienvenidos en las comunidades en las que hoy han formado sus hogares.
Como hermanos y hermanas en Cristo, estamos llamados a trabajar juntos por un presente y un futuro enraizados en el compromiso que el papa Francisco describió en su discurso de octubre de 2013 a la delegación del Centro Simón Wiesenthal: “Combinemos nuestros esfuerzos para promover una cultura de encuentro, respeto, comprensión y perdón mutuo”.
El hecho de responder al amor de Cristo nos lleva a la acción. Necesitamos avanzar hacia el nivel de la solidaridad cristiana. El término, a menudo mencionado como una virtud por una sucesión de Sumos Pontífices, conlleva implicaciones prácticas de lo que significa reconocer nuestra unidad con los demás. En un sentido, la solidaridad es nuestro compromiso de unidad que actúa en el orden práctico.
En nuestra arquidiócesis, hemos procurado concretar el compromiso de unidad y priorizar la lucha contra el racismo. Reconociendo que somos una Iglesia universal que está integrada por personas procedentes de todos los países, razas, etnias, idiomas y entornos socioeconómicos, cada una de las parroquias y escuelas de nuestra arquidiócesis acepta el desafío de ofrecer un hogar acogedor e inclusivo para todos. Es preciso que todos tratemos de reafirmar el don de nuestra diversidad y nos regocijemos en él. Esta tarea se manifiesta claramente en la formación que se imparte a nivel arquidiocesano sobre competencia intercultural para las parroquias, escuelas y programas, a fin de que nuestros seminaristas y sacerdotes recién ordenados estén mejor preparados para servir a comunidades que son cultural y étnicamente diversas.
De una manera particular, la Oficina de Diversidad Cultural y Extensión Comunitaria brinda recursos y cumple un papel importante en nuestros esfuerzos por reunir a todos los fieles de esta Iglesia, para que podamos regocijarnos en el origen étnico y cultural de cada una de nuestras hermanas y hermanos. Para nombrar solo algunas, estas iniciativas incluyen la celebración del Mes de la Historia Católica Negra, que comprende una Misa con participación del Coro Gospel de la Arquidiócesis de Washington, y en enero, la Misa anual en homenaje a la vida y el legado del Dr. Martin Luther King Jr., en la que nos reunimos como familia arquidiocesana para celebrar piadosamente la marcha del Dr. King por la libertad, y decidirnos a continuar esa marcha juntos.
Nuestra Caminata con María conmemora anualmente a Nuestra Señora de Guadalupe, por lo que invitamos a los católicos locales de todos los orígenes a caminar y orar juntos en la Basílica del Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción en reconocimiento del papel que cumple la Virgen María como nuestra madre espiritual y patrona de las Américas. Nuestra Iglesia de Washington también se une a la Iglesia en los Estados Unidos para celebrar la Semana Nacional de Migración y alienta a los católicos de nuestras parroquias locales a reflexionar sobre los desafíos que enfrentan los inmigrantes, los refugiados y las víctimas del tráfico de personas.
El trabajo se extiende asimismo más allá de nuestras parroquias. A través de Caridades Católicas de la Arquidiócesis de Washington y del Centro Católico Hispano, ofrecemos una mano de ayuda y bienvenida a todos los que la necesiten, en particular a los recién llegados, independientemente de su raza o religión. La asistencia familiar y de vivienda, la atención médica y dental, los servicios legales y la capacitación laboral están disponibles para hombres, mujeres y niños de todas las comunidades de la arquidiócesis.
En el área de la educación, nuestras escuelas arquidiocesanas se esfuerzan por proporcionar a los estudiantes de familias afroamericanas, hispanas, asiáticas y nativas de los Estados Unidos una educación accesible y asequible, que sea académicamente excelente y marcada por una fuerte identidad católica, centrada en el encuentro transformador de vida con Jesucristo, nuestro Señor. Las escuelas católicas de esta arquidiócesis continúan siendo lugares donde los estudiantes aprenden a crecer en las virtudes evangélicas de respeto por la dignidad del “otro”, la justicia, la solidaridad y la unidad.
La arquidiócesis también amplía las oportunidades educativas y de un futuro mejor para todos los niños a través de la asistencia que se brinda para cubrir la matrícula a nivel arquidiocesano y parroquial, de modo que estudiantes de más familias de nuestra comunidad puedan beneficiarse del don de una educación católica. Reconocemos igualmente la importancia de promover las iniciativas federales, como el Programa de Becas de Oportunidad para el Distrito de Columbia y el programa estatal de becas de Maryland denominado BOOST (Ampliando opciones y oportunidades para los estudiantes de hoy).
A través de estos y de muchos otros programas de esta arquidiócesis, nos insta a todos nosotros a adquirir una conciencia más profunda de nuestras obligaciones de aceptarnos unos a otros verdaderamente como hermanas y hermanos en Cristo, en una familia humana creada por el amor y la bondad de Dios.
Nuestras parroquias pueden tomar medidas positivas para promover la unidad y el entendimiento entre todos los miembros de nuestra familia de fe. La Eucaristía dominical ofrece una gran cantidad de oportunidades para reflexionar sobre este tema. Las oraciones de los fieles pueden promover la justicia social e instar a la eliminación del racismo. Las homilías pueden exponer las implicaciones de la fe cristiana frente al prejuicio y el comportamiento racista. Las parroquias pueden ofrecer oportunidades y material catequético para que los adultos comiencen un diálogo sobre cómo abordar las situaciones aquí planteadas. En el trabajo de evangelización que cumple la parroquia debe darse la bienvenida y tenderse una mano amiga a personas de todas las razas, culturas y nacionalidades. De esta manera, podemos seguir el ejemplo del papa Francisco de promover un espíritu de diálogo y encuentro con los demás.
También debemos estar atentos para hacer frente al racismo donde quiera lo encontremos en nuestras comunidades. En vivienda, los ciudadanos deben insistir en que el gobierno haga cumplir las leyes de vivienda justa. En el lugar de trabajo, las políticas de reclutamiento, contratación y promoción deben ofrecer oportunidades reales. En la educación pública, podemos apoyar la enseñanza de la tolerancia y el aprecio por cada cultura, como lo tratamos de hacer en nuestras propias escuelas católicas.
En nuestro sistema de justicia penal, debemos insistir en un trato justo para todos los acusados de cometer delitos, y también promover oportunidades de rehabilitación para aquellos que sufren de abuso de sustancias, y reconstruir las vidas de quienes salen de las instituciones correccionales. En el debate público sobre los desafíos de nuestra época, también debemos defender la dignidad de la vida humana en todas sus etapas y debemos insistir en el lugar que le corresponde a la fe religiosa. Sin Dios y sin el sentido del bien y el mal que engendran las convicciones religiosas, nunca podremos confrontar adecuadamente el racismo.
Es posible que la eliminación del racismo parezca una tarea abrumadora para cualquiera de nosotros e incluso para toda la Iglesia. Sin embargo, ponemos nuestra confianza en el Señor. En Cristo, todos somos hermanos el uno para el otro. Con Cristo, defendemos el espíritu de justicia, amor y paz. Por medio de Cristo, podemos vislumbrar la nueva ciudad de Dios, no construida por manos humanas, sino por el amor de Dios derramado en Jesucristo. En la peregrinación hacia ese “cielo nuevo y tierra nueva”, avanzamos con fe en la gracia de Dios, con esperanza en nuestra propia determinación y, sobre todo, en el amor mutuo entre unos y otros como hijos de Dios.
Fielmente en Cristo,
Donald Cardinal Wuerl
Arzobispo de Washington
1 de noviembre de 2017
Día de Todos los Santos