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Crónica: Los peligros de la noche que enfrentas los migrantes salvadoreños

Son las 6 de la tarde y el sol comienza a ponerse en Moyuta, el pueblo fronterizo de Guatemala en donde la caravana de migrantes salvadoreños ha decidido pasar la noche.

La oscuridad cae de golpe y comienzan a formarse grupos de seis o siete para hacerle frente. En el parque no hay luz y es fácil tropezar con un brazo, una pierna o una cabeza tapada con un pedazo de tela. Un par de policías custodian el lugar pero los migrantes son vulnerables y lo saben.

Ahí están los que cruzaron por la frontera de La Hachadura. Durmieron, comieron, rieron y hasta se tomaron un momento para “celebrar” que ya estaban fuera de El Salvador y más cerca de Estados Unidos. Los lugareños los miraban con algo de recelo. Constantemente van y vienen hombres en motocicleta rodeando el parque. Ponen nerviosos a los migrantes: comienzan a armar planes para marcharse lo más pronto posible.

La noche terminó de caer y los migrantes seguían llegando. Dieron las siete y el hombre que se apoderó de la voz de mando – El Líder- decide que es momento de continuar.

Los más cansados no pudieron dar un paso más y prefirieron cerrar los ojos sobre el suelo del parque, quedarse ahí a su suerte, rezagados. Los que sí se animaron, abordaron un autobús que los llevó hasta la terminal de Escuintla, desde donde seguirán a pie. Era medianoche cuando llegaron, descansaron unos minutos y prosiguieron la marcha.

24 horas de marcha continua

La caravana de migrantes salvadoreños caminaba por el municipio de Siquinalá – Pájaro de Agua en Náhuatl – cuando notaron que pronto cumplirían 24 horas de marcha continua. Es de madrugada y aún está oscuro. Unos kilómetros atrás, en la terminal de Escuintla, se reunieron dos de los grupos: el que venía de La Hachadura y el de San Cristóbal.

No durmieron en toda la noche, aprovecharon el clima fresco y la oscuridad para avanzar. “Agua, Agua”, les gritan a los conductores que pasan por la carretera, ciegos por las luces amarillas y rojas, entrecierran los ojos para ver a la distancia. La carretera es oscuridad pura. Rodeada de maleza y grandes árboles que en la noche se ven siniestros.

Los camiones pitan a todo volumen, como anunciando un golpe fatal que no llega pero deja un hueco de miedo en el estómago y la astra pasa a toda velocidad, casi rozando el brazo. En las curvas, los migrantes son apenas perceptibles: casi como plumas al viento.

Piden aventón sacando tímidamente la mano, pero a esas horas de la madrugada nadie se conmueve. Se cruzan la calle en grupos, para hacer frenar a “los trailers” y subirse a la fuerza. No funciona. “Ya hicimos la cabuda, paremos uno”, dice un hombre con un niño de unos cinco años sobre los hombros. “Los que tienen y pagaron, súbanse. Los que no pagamos, sigamos a nuestra suerte”, responde El Líder.

“Pero si van a parar camiones, háganlo con la feria en la mano”, dice en tono de reproche a los que se quedan: “nosotros sigamos”, agrega y se pone en marcha y con las manos parece mover al resto del grupo.

Entre Escuintla y Tecún Umán hay 196 kilómetros, unas 39 horas caminando a buen ritmo. Pero la caravana de migrantes debe detenerse, los niños no aguantan recorridos demasiado largos y sus padres tampoco soportan cargarlos en brazos por mucho tiempo: al frente, una niña llora. Su padre la consuela y la carga sobre sus hombros. El cansancio es palpable en sus ojos. El hombre camina casi dormido.

Fuente. El Salvador

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