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“Me cubro el rostro por seguridad, si quiere hablar conmigo es así o no hablamos”, dijo Renata -nombre que escogió para cubrir su identidad- mientras descansaba en una acera en Guatemala. Ella huye de El Salvador por la falta de oportunidades y la violencia.

Desde que la segunda caravana comenzó su recorrido y hasta los primeros kilómetros en México, la única parte visible de su rostro eran sus ojos que también cubría con unas gafas para el sol. “Para nosotros los pobres no hay otra esperanza que escondernos”, dice y se ajusta el “turbante” que arma con alguna camiseta o chamarra.

Teme ser reconocida por alguien en El Salvador y que su vida corra peligro si es deportada. “Allá estamos sufriendo, ganando cinco dólares al día”, expresa y asegura que vale la pena hacer el sacrificio en las peligrosas rutas de México si la recompensa es un futuro mejor para su hija, de ocho años.

“Así como, seguramente, nos vamos a encontrar gente mala, también habrá gente buena que nos va a ayudar”, añade Renata con mucha convicción en sus palabras.

Se ve que es una mujer de poca paciencia, se le ha visto discutir y reprender a los “líderes” de la caravana por “desordenados”; pero confía en que podrá realizar todo el recorrido hasta la frontera de Estados Unidos con los 15 dólares que lleva en la bolsa. Ha viajado en “aventón”, sobre camiones y hasta llegar a México no había gastado prácticamente nada.

“Si me vengo con coyote, son miles que me pide y no tengo”, asegura. “Por eso me vine en la caravana, para ir unidos, para irnos apoyando”, expresa. Ella viaja junto a otra familia con niños y se turnan para cuidarlos. “No vamos solos, antes de salir, doblamos rodillas y suplicamos para que Dios fuera con nosotros”, dice con fe.

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