Los primeros rayos del sol ya pintaban el cielo cuando la segunda caravana de migrantes salvadoreños recorría una carretera de Guatemala, en su ruta hacia Estados Unidos. La tenue luz que hubo entre la madrugada y el amanecer reveló rostros cansados y afligidos por haber caminado la noche entera: pretendían adelantar el mayor tramo posible antes que el sol comenzara a quemarles la piel.
En promedio, a la luz del día recorren 40 kilómetros. Por la noche suele ser más. En medio de la caravana, una mujer sostenía con ambas manos un rosario de cuencas de plástico. Rezaba en silencio. A pesar de la poca luz, era posible descifrar las palabras en sus labios: “Padre nuestro que estás en los cielos…”, decía y no despega la mirada del camino. Camiones, autobuses y automóviles pasaban a toda velocidad sobre la carretera. La fila de salvadoreños se extendía por un par de kilómetros.
Al lado de la mujer marchaban, intentando seguirle el paso, un hombre alto con dos niñas de la mano. Ella es Julia y él es Iván –nombres ficticios para resguardar su seguridad- y las dos pequeñas son sus hijas de 9 y 15 años de edad. Caminan por largo rato sin perder el paso. La concentración de Julia era incorruptible, su esposo era el guardián que le cuidaba hasta la sombra. Así, el día terminó de llegar sobre el horizonte.
La caravana se detuvo en una estación de gasolina. Unos se sentaron sobre la acera, otros se recostaron en los bordes del camino y en segundos se escaparon en un breve sueño. Los niños lloraban, ya no querían seguir. Julia terminó su rosario de rodillas sobre el césped. Iván sacó de su mochila una Biblia y de pie, frente a su esposa comenzó a leer. Las dos niñas se sentaron en silencio junto con su madre.
A unos metros, otro grupo de migrantes se daba una ducha improvisada en una manguera que soltaba un leve chorro de agua. Se mojaban la cabeza y el rostro en un intento por enjuagar y lavar el cansancio y la aflicción.
De alguna forma, la oración de Julia e Iván pretendía conseguir lo mismo que el agua, pero su cansancio y aflicción eran más difíciles de borrar. La pareja escapa de lo que él llama “una muerte segura”. Hace dos años, los pandilleros en El Salvador comenzaron a acosar a la familia de Iván.
Ellos querían que él y sus dos hermanos menores se hicieran parte de la pandilla. Tal fue el acoso que sus dos hermanos mayores – él es el tercer hijo de cinco – huyeron del país. En los seis meses posteriores a eso, sus dos hermanos menores fueron asesinados por no acceder a las exigencias. Iván está convencido de que él era el siguiente.
Sus hermanos menores se dedicaban a las artes marciales: uno era profesor y el otro seguía sus pasos. Incluso habían representado a El Salvador en competencias internacionales en esa disciplina. Ganaron un campeonato en Estados Unidos. Tenían 21 y 23 años, respectivamente, cuando los criminales les arrebataron la vida.
Eso obligó a Iván a alejarse por un tiempo. Se fue de su hogar y consiguió un lugar en donde residir temporalmente, aunque en realidad fueron varios los meses que vivió ahí, solo, sin comunicarse con nadie. Temía que si los pandilleros sabían de su familia, atentaran contra su esposa o sus dos pequeñas hijas, con quienes tampoco hablaba.
“Después yo tenía que visitar a mi esposa como si fuera su novio y a mis hijas como un desconocido (…) A mí me buscaban para quitarme del camino”, añade y hace un gesto con la mano derecha, como si le cortaran la cabeza.
En el pueblo en donde Julia y las dos niñas vivían, dejaron su casa cerrada con cuanto candado y cadena pudieron encontrar. Sin embargo, no creen que para este día – a semanas de haber partido – la casa siga cerrada. “No va a durar mucho cuando se den cuenta que ya no estamos ahí”, dice Iván y vuelve la mirada a su esposa, que ya concluyó el rosario que rezaba.
Según Julia, su esposo corría y aún corre un grave peligro en El Salvador. Toda su familia ya migró del país: escaparon de la violencia y las amenazas de las pandillas. Iván creció y residía en una zona conflictiva que era límite entre los territorios de la Mara Salvatrucha y el Barrio 18.
Ella explica esto mientras sirve un par de vasos de agua a sus hijas y saca unas galletas de la mochila más grande.
“En El Salvador nos dicen que todo lo tienen arreglado, pero eso es mentira”, señala Iván y no despega la mirada de las niñas y agrega que no les quedó otra opción que unirse a la caravana para evitar ser víctimas, como lo fueron sus dos hermanos menores.
La pareja tenía planes de dejar el país pero no contaba con los recursos para pagar a un “coyote” que los guiara en el camino. Estos personajes suelen cobrar entre 7 mil y 9 mil dólares por llevar a una persona hasta la frontera sur de Estados Unidos. La “unidad” de la caravana y la garantía de viajar en grupo, terminó por convencerlos.
La delincuencia, además de la pobreza, son dos de los factores repetitivos entre las razones por las que los más de 1.700 salvadoreños que viajan en la caravana dicen que abandonan el país.
“Ya no nos dejan vivir en paz, lo poco que tenemos, nos lo quitan”, señala Iván en un tono de molestia que intenta apaciguar pues sus hijas lo observan. “En El Salvador domina más el mal que la buena voluntad por trabajar y ayudar a los demás”.
“Yo estoy vivo de milagro, si me regreso a El Salvador me…”, detiene sus palabras y no termina la frase, su esposa lo mira fijamente y al instante vuelve la mirada a sus hijas que, desde hace unos minutos siguen, atónitas, las palabras de su padre. Iván hace un gesto con la boca, como haciendo presión y en sus ojos se descifraban las palabras que sus labios no pudieron decir.
“Somos gente trabajadora”
Antes de tomar la decisión de dejar el país y llevarse a sus hijas con ellos, Julia e Iván trabajaban para sacar a sus hijas adelante
“Nosotros no somos delincuentes, somos trabajadores que devengamos el pan de cada día”, dice él y su esposa asiente con la cabeza. Las niñas ya juegan a unos metros de distancia. “Buscamos un futuro digno y que nos traten como personas”, señala y afirma que eso no sucede en El Salvador.
En las dos maletas que los acompañan en el viaje, la pareja carga únicamente ropa, comida y medicinas para sus dos hijas. Ellos solamente viajan con un cambio de ropa, además del que llevan puesto.
“Solo esto llevamos”, dice Iván y se toma la camiseta con fuerza, presionando la tela con su puño.
Antes de terminar la frase, la voz se le quiebra y se percata de que las niñas no lo vean llorar. “Por eso ponemos nuestra fe en Jesús”, añade y levanta la otra mano, en donde todavía sostiene la Biblia que leía unos minutos atrás.
“Esa es nuestra esperanza, llegar a ese lugar prometido, en donde podamos vivir en paz”, agrega en tono casi profético y la mano le tiembla un poco.
Su esposa, conmovida, asiente con la cabeza. Aún tiene el rosario en una de sus manos y lo sujeta con fuerza, como aferrándose a algo que solo ella puede percibir. A un lado, otro de grupo de migrantes, creyentes de la doctrina evangélica, elevan una plegaria en conjunto.
“Todos pedimos al mismo Dios”, dice Iván. Al volver la mirada a las decenas de migrantes que intentan reponer las fuerzas o luchan por conciliar el sueño algunos minutos, queda claro que la respuesta a esas peticiones, a veces es no.