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Jude Webber en Campeche, Golfo de México y Michael Stott en Londres – Financial Times

Guadalupe Cáceres se detiene en su sala de estar y señala las baldosas antiguas en el piso. Su familia ha vivido durante 127 años en esta parcela de tierra en Campeche, una ciudad de la época colonial en la península de Yucatán que aún cuenta con murallas erigidas después de los ataques por parte de piratas caribeños merodeadores.  Ahora, un proyecto ferroviario del gobierno de $7.8 mil millones podría atravesar y destruir su vivienda blanquiazul de una sola planta.

Uno de los proyectos emblemáticos del presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, el Tren Maya tiene como objetivo impulsar el turismo y el crecimiento en la zona pobre del sureste del país. Junto con una refinería de petróleo de $8 mil millones en construcción en el estado vecino de Tabasco, el tren simboliza su creencia de que el desarrollo ferroviario y energético financiado por el estado en zonas desatendidas es el camino que debe seguirse.

El líder populista obtuvo una victoria aplastante en el 2018 cuando los mexicanos, hartos del incremento de la corrupción, la violencia descontrolada y una economía cuyo crecimiento no ha resuelto la pobreza, le apoyaron para llevar a cabo un cambio revolucionario.  Prometió una transformación “profunda y radical” comparable a cuando se logró la independencia, y un gobierno que resolvería lo que denominó como la “calamidad” de las políticas de libre mercado de las últimas cuatro décadas.  Asimismo, prometió que el crecimiento del producto interno bruto se aceleraría hasta un seis por ciento anual.

Cuando asumió el poder, llegando a su toma de posesión en un simple Volkswagen blanco y prometiendo una administración sin lujos, los mexicanos sabían que López Obrador, también conocido por sus iniciales AMLO, sería un líder muy diferente a sus predecesores cuasi regios.  Pero quedaba una gran pregunta: ¿gobernaría como un centrista pragmático, como lo había hecho cuando fue alcalde de la Ciudad de México entre 2000 y 2005? ¿O volvería a sus raíces radicales como activista social de la década de 1970?

¿Tren sin destino?

Cáceres conoce bien los cambios revolucionarios. En1938, su abuelo cedió tierras al presidente Lázaro Cárdenas para la ruta del tren que pasa frente a su casa, sobre cuya fachada despintada hoy se lee en grafiti: “Cambien la ruta del Tren Maya”.

Ese fue el año en el cual Cárdenas, uno de los héroes de López Obrador, expropio a las petroleras extranjeras para crear la empresa nacional Pemex.  “Nos vendieron la idea de modernidad y más de ochenta años después, nos venden la misma idea”, dice Cáceres, de 64 años y madre de tres hijos, quien ha movilizado la oposición local contra la ruta propuesta. “Si el tren pasa por aquí, nos desalojarán, y yo nacía aquí y espero morir aquí”.

El Tren Maya está diseñado para operar en un circuito de 1.550 kilómetros alrededor de la península de Yucatán.  Sus inversionistas incluyen a China Communications Construcción Company, un controvertido grupo de infraestructura, y a Carlos Slim, el hombre más rico de México.  Hasta ahora, el trabajo completado ha consistido en desmantelar viejos rieles, lo cual representa una metáfora poderosa:  López Obrador desarma el presente para crear un futuro inspirado por el pasado.

“Es como Rip Van Winkle”, dice Enrique Krauze, un historiador mexicano, refiriéndose al personaje ficcional que se duerme durante veinte años y se despierta en un mundo totalmente cambiado.  “Viene del pasado y está atascado en el pasado”.

López Obrador se crio en Tabasco en el tiempo en el cual la industrialización y el petróleo estaban transformando México.  Se afiló los dientes políticamente en los años setenta en el Partido Revolucionario Institucional (PRI), el coloso autoritario que monopolizó el poder desde la revolución mexicana hasta el final del siglo veinte, y que fue descrito como la “dictadura perfecta” por el escritor peruano Mario Vargas Llosa.

En aquel momento, el país disfrutaba del brillo de un desarrollo económico y unos programas sociales impulsados por el estado – un modelo que había impulsado el “milagro mexicano” con su década y media de crecimiento anual cercano al siete por ciento.  Un descubrimiento colosal de petróleo a finales de los setenta auguraba continuidad a la fiesta, pero la irresponsabilidad fiscal y el despunte del endeudamiento público – errores que López Obrador no quiere repetir – hundieron a la economía en desastrosas crisis monetaria y de deuda.

Para finales de los ochenta, México se había embarcado en una ruta diferente y empezó a abrirse a la inversión y el comercio extranjeros.  En 1994, se unió a la OCDE y firmó el Acuerdo de Libre Comercio para Norteamérica (conocido como NAFTA por sus siglas en inglés) con Canadá y Estados Unidos.  Esto dio vida a miles de fabricas en el norte y centro del país que ensamblaban todo tipo de productos, desde camiones hasta televisores.

Ha pasado el tiempo para México, pero no para López Obrador: cuando visitó la región industrial de alta tecnología de Bajío en el 2019, prefirió visitar un ingenio de azúcar operado con caballos en vez de una fábrica automotriz que ha impulsado a la economía a través de sus exportaciones.

“Ha orientado la nave de la economía mexicana firmemente hacia el siglo veinte”, dice Ernesto Revilla, economista en jefe para Latinoamérica en Citigroup y antiguo funcionario del ministerio de finanzas mexicano.

Los motores diésel que se utilizarán en la mayoría de la ruta son anacrónicos en un mundo desbocado hacia lo eléctrico, dicen los críticos.  López Obrador ha impuesto una ley que favorece la producción de combustibles, de propiedad estatal, por encima de la energía renovable; algo que contrasta con los planes del presidente Joe Biden de convertir a los EEUU – el principal socio comercial de México – en un país con emisiones de carbono neutras para el 2050.  Su refinería de petróleo se está construyendo en un momento en el cual las empresas energéticas globales compiten para deshacerse de dichos activos debido a un exceso de oferta.

López Obrador, de 67 años, “es quizás el principal exponente latinoamericano de lo que yo llamo ‘necrofilia ideológica’ – una atracción apasionada hacia todas las ideas e ideologías que han sido probadas y evaluadas, y que han fracasado, infinitas veces en México y América Latina”, dice Moisés Naím, miembro del Carnegie Endowment for International Peace.  “Está profundamente enamorado de las malas ideas”.

No lo responsabilizan de quedarse corto

Su aplastante victoria fue un triunfo para un político tenaz, de las provincias, con un estilo popular y folclórico, quien prometió ser el paladín de los mexicanos comunes porque era uno de ellos.

En su largo camino hacia la presidencia – fue su tercer intento por ganarla – López Obrador presumió de haber visitado todos los pueblos de México.  Ha explotado astutamente su afinidad a las preocupaciones diarias de la base, prometiendo no aumentar los ingresos, ni el precio de la gasolina, ni el costo de la electricidad.

Maestro de la comunicación, instituyó las “mañaneras”, conferencias de prensa diarias que duran hasta tres horas y en las cuales él fija la agenda de prensa y excoria a sus críticos como pajes corruptos de la clase alta.  Las cifras negativas son desestimadas con la frase: “Yo tengo otros datos”.

“El favorece su popularidad con su narrativa belicosa pero eso reduce la posibilidad de que su gobierno y sus propuestas tengan un final feliz, ya que induce al tercio adinerado del país a abstenerse de participar en su proyecto”, dice Jorge Zepeda Patterson, fundador del portal de noticias Sinembargo.mx.  “Eso es una tragedia; socava su habilidad para construir algo”.

A pesar de las críticas hacia su manejo de la pandemia del coronavirus, López Obrador ha logrado mantener el hechizo que obró sobre México.  Lubricado por dádivas – especialmente pensiones y subvenciones para la gente joven, los ancianos y los agricultores – los niveles de aprobación de López Obrador se mantienen en un saludable 64 por ciento, aun cuando los votantes culpan al gobierno del funcionamiento de la economía y del crimen.  “Sé ha quedado coroto en todos los renglones, aun en la lucha contra la pobreza y la corrupción”, dice Lorena Becerra, una encuestadora. “Y sin embargo, hay una noción general de que López Obrador no es el responsable”.

“Yo vote por el Pejito”, dice Debbie Rodríguez, de 33 años, una conductora de mototaxi y dependienta de una tienda en la comunidad rural de La Chiquita, en el estado de Campeche, utilizando un apodo popular para el presidente inspirado por un pez local.  Ya no recibe ayuda del estado y se queja de que el trabajo es escaso, pero se resiste a culparlo.  “Le estoy dando el beneficio de la duda.  No puede cambiar el país de la noche a la mañana”.

Sus partidarios dicen que se le debe aplaudir el esfuerzo por cambiar de rumbo.  “Yo era neoliberal.  Yo trabajé con [Carlos] Salinas y [Ernesto] Zedillo”, dice Patricia Armendáriz, una empresaria cercana a López Obrador, refiriéndose a dos de sus predecesores de los años noventa.  “Pero fracasamos.  López Obrador es un apasionado de la distribución de la riqueza y de la lucha contra la pobreza y la corrupción, por eso tiene todo mi apoyo”.

Añade que: “No te puedo decir que esto ya está funcionando, pero me parece que vamos por buen camino”.

Las encuestas tan altas son una gran sorpresa dada la manera desastrosa en la cual López Obrador ha manejado el Covid-19.  Su estrategia fue un dejar hacer que convirtió a México en uno de los países más afectados por la pandemia.  Los datos oficiales indican que el país está llegando a los 200.000 muertos, pero se estima que la cifra real es tres veces mayor; y que el nivel de fallecidos, ajustado por nivel de población, es mucho mayor que los sitios más álgidos, como el Reino Unido, los EEUU y Brasil.

La pandemia ha resaltado otra peculiaridad de López Obrador.  A pesar de ser político de izquierda, este hijo de un comerciante es fiscalmente conservador.  Con los inversionistas asustados por cambios abruptos de políticas y la tendencia del presidente de tomar decisiones basadas en “encuestas populares” ilegales, la segunda mayor economía de América Latina ya estaba en recesión aún antes de que llegara el Covid-19.  Y sin embargo, en una decisión única entre los países en vías de desarrollo, la respuesta fiscal de López Obrador a la pandemia fue apretar el cinturón del país, declarando que México no podía endeudarse más.

Aun cuando la nación del G20 tenía una línea de crédito del FMI con bastante espacio para aumentar el monto de sus préstamos, en términos de porcentaje del PIB el gobierno aprobó un paquete de estímulo para el Covid-19 poco mayor que el de Uganda.

El resultado ha sido catastrófico:  La Comisión Económica para América Latina de la ONU dice que los niveles de pobreza han subido un 9,1 por ciento, para situarse a 50,6 por ciento, un nivel cercano al máximo de los últimos veinte años; y los datos oficiales de México indican que cuatro de cada diez asalariados no ganan suficiente para cubrir la cesta básica de alimentos.  López Obrador se está apoyando en el nuevo acuerdo comercial con Canadá y Estados Unidos – que reemplazó al NAFTA – para mantener los flujos comerciales y de inversión.  Pero el FMI cree que el PIB mexicano, el cual se contrajo 8,5 por ciento el año pasado, tardará hasta el 2026 en recuperar su nivel previo a la pandemia.

“El promedio de crecimiento del PIB durante los seis años del período presidencial será cercano a cero, y en términos de PIB per cápita, será negativo”, dice el economista del Citigroup, Revilla.  “Lo más triste es que [este gobierno] acabará haciendo daño y empobreciendo a quienes se jacta de representar.

Dejando de lado a la oposición

Su desempeño en otras áreas es igual de pobre, dicen los críticos. López Obrador no ha sido capaz de reducir los homicidios – el año pasado el nivel de asesinatos fue sólo 0,34 por ciento menor que la cifra récord alcanzado en el 2019 – a pesar de crearse una nueva policía federal integrada y gerenciada por militares.  Al mismo tiempo, ha presionado las fuerzas armadas, su principal aliado, a que ayuden a construir sucursales de los bancos del estado y partes de la ruta del Tren Maya – el cual una vez completado será propiedad del ejercito – y también a reconvertir un aeropuerto militar en una instalación civil para reemplazar el proyecto de Ciudad de México que fue cancelado.

En una encuesta nacional, 49 por ciento piensan que su desempeño es deficiente en materia económica, y 54 por ciento está en desacuerdo con su trabajo en el área de seguridad ciudadana.

López Obrador ha prometido combatir los sanguinarios carteles de la droga con “abrazos y no balas”; fiel a su palabra y alegando que quería evitar derramamiento de sangre, canceló un operativo policial para arrestar al hijo del capo más famoso en la ciudad norteña de Culiacán, luego de que otros jefes de carteles inundaran las calles con pistoleros.

De hecho, cuando México cerró una investigación al antiguo ministro de la defensa Salvador Cienfuegos, persuadiendo a los EEUU de que se lo devolvieran después de su arresto en Los Ángeles por tráfico de drogas y luego acusando a los americanos de haber fabricado evidencias en su contra, “pareció que la política exterior la dictaban los carteles”, dice Naím.  Cienfuegos niega los cargos.

López Obrador también se ha buscado pleitos con grupos de mujeres al rehusarse a criticar la designación de Félix Salgado Macedonio, un presunto violador en serie, como candidato del partido oficialista Morena a la gobernación de un estado; esto a pesar de que la violencia de género está desbocada, con un nivel de más de once homicidios femeninos al día.  El presidente pasó el 8 de marzo, día internacional de la mujer, atrincherado en el palacio presidencial, protegido de las manifestantes por muros de metal de tres metros, mientras la policía disparaba a las personas con gas pimienta.

Pero el presidente ya está mirando más allá de esta controversia y del Covid-19, prometiendo que la vida volverá a la normalidad en unos meses – justo a tiempo para las elecciones intermedias el 6 de junio, cuando espera fortalecer su control sobre el país.  Los partidos de oposición, lamiéndose aún las heridas de la debacle del 2018 y de la demonización a manos del presidente desde aquel entonces, están a veinte puntos de Morena en las encuestas.

Para muchos críticos de López Obrador, su centralización extrema del poder, su cultivo de una base electoral dependiente del paternalismo estatal, y su negativa a tolerar la disidencia significan una sola cosa: “No tiene nada que ver con la ideología de izquierda con la cual nos gusta designar a algunos líderes”, dice Shanon O’Neil, miembro senior del Consejo para las Relaciones Exteriores en Nueva York. “Él está reconstruyendo los pilares del PRI de los setenta”.

Al disputarse en junio 500 escaños de la cámara baja y 15 gobernaciones, “las elecciones intermedias realmente importan”, añade.  López Obrador tiene mayorías en ambas cámaras legislativas; si logra mantenerlas o aumentarlas, “será muy difícil detener el surgimiento de un sistema político autoritario”.

Quizás en última instancia, su imprevista obsesión con la prudencia fiscal, derivada de crisis pasadas, reduzca el riesgo de que México se descarrile como Venezuela –el ejemplo emblemático de un país rico latinoamericano que cae en el caos.  Pero el trayecto podría estar lleno de baches.

“AMLO no nos está llevando en la dirección correcta”, dice Christopher Herrera Sarmiento, un veterinario en el pueblo de Escárcega, cuyo negocio familiar se encuentra en la ruta del Tren Maya.  “Para mí, un tren no es señal de desarrollo”.

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