Opinión Janan Ganesh - Financial Times
Si la pesadilla del liberalismo estadounidense es un populista competente, Ron DeSantis podría ser su personificación. El gobernador de Florida es parecido a Trump en estilo (las historias de corrupción son “estiércol de caballo”) pero es elogiado por muchos, si bien no unánimemente, por su gerencia de uno de los estados más grandes y complejos de Estados Unidos. Ningún gobernador se está posicionando más abiertamente para ser el candidato Republicano a la presidencia en el 2024.
Es notable, por tanto, que el liberalismo corporativo tenga en él a un enemigo. A medida que las grandes marcas se oponen a las nuevas restricciones de voto en Georgia y otros estados, DeSantis les pregunta sobre “todas las demás jurisdicciones en las cuales están presentes y que tienen, entre comillas, leyes más restrictivas”. Menciona China y Cuba como dos mercados que no se destacan por su capacidad para deslumbrar a los observadores de Freedom House (una entidad de EEUU que aboga por los derechos humanos mundialmente). Tienen bonitos negocios allí, dice. Sería una lástima si se vieran afectados por protestas contra el hecho de que aplican un doble estándar.
El que las empresas de EEUU se harán un nudo ético en los próximos años parece ser sombríamente predecible. Si los clientes, posibles empleados y aun inversionistas quieren buenos ciudadanos corporativos, sería raro moralmente que confinaran sus demandas a las fronteras nacionales. Y una vez que el comportamiento global de las compañías se vea bajo la lupa, seguramente aquellas tan vastas y de tantos tentáculos como Amazon y Delta eludirán los estándares que actualmente se están fijando. El silencio frente a la injusticia es sin duda de mal gusto y quizás hasta mal negocio. Pero la virtud selectiva, y la mancha de la hipocresía, podrían ser aún peores. El sesgo político de las antiguas generaciones de empresarios tenía razón de ser, y no era por un simple conservadurismo uniforme.
Hay otras razones para dudar que perdure la fase activista de las empresas estadounidenses y su resultante aislamiento del partido Republicano. Por ahora, la substancia del liberalismo ejecutivo es cívica: la justicia racial y la franquicia electoral son lo que más atención recibe de los jefes. Con toda seguridad son causas preciosas, pero también vienen sin costos. Cuando la definición de virtud incluya temas como impuestos, acuerdos salariales y derechos sindicales, los ejecutivos se arrepentirán de utilizar la ética como un parámetro para juzgar su desempeño profesional, en vez basarse sólo en los resultados del negocio.
Para entender la profundidad de la consciencia corporativa, es justo preguntar sobre su paradero hasta hace poco más de cinco minutos. Es cierto que la prohibición de viajes a los musulmanes en el 2017 provocó algo de disidencia entre ejecutivos, más locuazmente en el sector tecnológico. Y cuando Donald Trump telegrafió su rechazo a aceptar la derrota electoral – sin que fuera un truco, como se vio al final – algunas suites corporativas alzaron la voz. Más vívidamente, Nike también respaldó al atleta Colin Kaepernick luego de que tomara una rodilla frente al racismo.
Sin embargo, las grandes empresas fueron un ejemplo de docilidad a lo largo de lo que probablemente fue la presidencia más contenciosa desde la guerra civil. Aun si el asedio al Capitolio el 6 de enero representó verdaderamente una epifanía moral para los empresarios, las reducciones de impuestos y la desregulación habían motivado un silencio inquietante hasta ese punto. Nos gustaría pensar que no tendrán un efecto similar al acercarse el 2024. Sea o no DeSantis, a ningún Republicano que busque ser elegido bajo el compromiso de revertir el sigiloso aumento de impuestos corporativos de Joe Biden le faltarán donantes del sector privado. Y esto sin tomar en cuenta que podría darse un posible cambio del latir popular en contra de la izquierda cultural antes de ese momento.
Aun ahora, no puede decirse que el partido se esté arrastrando en su búsqueda de recaudación empresarial. Tras el reciente alboroto se esconde la realidad de que compañías tan públicas como T-Mobile llenaron los cofres Republicanos en febrero, poco más de un mes después del asedio al Capitolio. A ambos lados de la supuesta ruptura entre el Gran Viejo Partido y las grandes empresas les interesa resaltar su severidad. Los políticos obtienen reconocimiento como populistas, mientras las marcas enamoran a la nueva Casa Blanca y a una generación de clientes con consciencia. Claramente hay un sombreo, y eso hay que decirlo. Pero es un error confundirlo con verdadero pugilismo.
Y si bien no hay nada irreparable en el vínculo de los Republicanos con el sector empresarial, tampoco hay nada nuevo en cuanto al vínculo Demócrata. Gore Vidal exageró como de costumbre al decir que Estados Unidos era un sistema monopartidista, donde manda el Partido de la Propiedad, “con dos alas derechas: una Demócrata y la otra Republicana”. Dicho eso, es notable que a un nivel quizás único en el mundo de la centroizquierda, los Demócratas no sólo son de los empresarios, sino que están más bien empapados de ellos. Los laboristas británicos y los socialistas franceses no tienen nada comparable a la fluidez de la interacción entre las administraciones del partido y, especialmente, el mundo de las altas finanzas.
Lejos de haber logrado una relación transcendental con el sector empresarial estadounidense, el gobierno de Biden es de hecho menos cercano a Wall Street de lo que lo fueron Bill Clinton o Barack Obama. Las empresas le rinden pleitesía a su partido y sus acólitos porque están gobernando, no porque haya habido algún realineamiento histórico. Sería de esperar que se dé un cambio de lealtades tan pronto como ocurra un cambio en el electorado.
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