Especial Opinion para The Washington Post · Kyle Longley
Enfrentamientos violentos en Colombia entre militares y manifestantes, muchos de ellos molestos por un aumento de los impuestos a gente pobre, han reflejado desde inicios de mayo el continuo descalabro de la sociedad colombiana. Un proceso de paz en el 2016 puso fin a un conflicto armado de más de 50 años. Pero en los últimos dos años, fuerzas izquierdistas – incluyendo a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, o FARC, y el Ejército de Liberación Nacional, o ELN – han resurgido para demandar poder político y control. Oponentes conservadores, sus organizaciones paramilitares de derecha y fuerzas gubernamentales han respondido con fuerza. Los carteles de droga, muchos alineados con ambos lados, continúan con su reino de terror. En el medio, muchos colombianos se encuentran atrapados nuevamente dentro de un ciclo de violencia.
Pero los Estados Unidos ha jugado un papel fundamental en este conflicto, al proveer el equipamiento militar que ahora está siendo utilizado por las fuerzas de seguridad para aplacar la disidencia por la fuerza. Comenzado por la Ley de Préstamos y Arendamientos (Lend-Lease Act) durante la Segunda Guerra Mundial, la estrategia militar estadounidense se enfocó en proveer ayuda a regímenes anti-comunistas en todo el mundo. Durante los noventa, esa política, combinada con esfuerzos por controlar el flujo de cocaína y heroína hacia los Estados Unidos, eventualmente terminó por militarizar las fuerzas de seguridad de países latinoamericanos. Las consecuencias de esta estrategia están ahora en completa evidencia en las calles de Colombia – y siendo padecidas por los colombianos.
Comenzando antes de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos desarrolló una estrategia de armar a sus aliados y convertirse en lo que el presidente Franklin D. Roosevelt llamó el “arsenal de la democracia”. Esto continuó durante la Guerra Fría mientras la lucha contra el comunismo llevó a un continuo apoyo militar para los aliados, incluyendo a regímenes totalitarios.
Esta tendencia escaló hacia finales de los noventa con la implementación del Plan Colombia. El presidente Andrés Pastrana propuso un “Plan Marshall” para Colombia en 1999 para detener la producción de coca y opio mejorando el modo de vida de los campesinos que dependían de esos cultivos, esperando balancear operaciones de seguridad y lucha antinarcóticos con desarrollo social y económico. La continua guerra civil y el creciente tráfico de drogas llevó a los Estados Unidos a incrementar su interés en el país, a pesar de que ya no existían las excusas de la Guerra Fría.
Sin embargo, desde el inicio, la mayoría de la ayuda fue a las fuerzas de seguridad – más del 75% de los casi $2 mil millones en el primer año. Poco después, asesores militares estadounidenses inundaron el país, incluyendo 500 en el año 2000, siguiendo un patrón de muchos años de dependencia de las soluciones militares en vez de las infinitamente más complejas soluciones económicas y sociales.
La administración de George W. Bush expandió el esfuerzo inicial, enfocándose en la erradicación de cultivos y operaciones de contrainsurgencia contra las FARC y el ELN. Estos grupos de orientación marxista han operado desde los años sesenta y han buscado por mucho tiempo derrocar al gobierno y seguir el ejemplo de Cuba. Pero los ataques del 11 de septiembre cambiaron la perspectiva de EE.UU. y la administración Bush confluyó crecientemente la lucha contra las FARC y el ELN a la guerra global contra el terrorismo. Al mismo tiempo, los legisladores estadounidenses expandían los esfuerzos por luchar contra los carteles de droga, justificando muchas acciones como la continuidad de esos esfuerzos antidroga. Para el 2003, un estimado de 5.000 soldados estadounidenses y contratistas trabajaban desde la embajada de EE.UU. en Bogotá, una fuerza de muchísimo mayor tamaño que la de cualquier otro lugar con excepción de Irak o Afganistán.
El país fue invadido con equipos militares, incluyendo armas de alta tecnología e incluso kits de “bombas inteligentes” (bombas guiadas de gran avance) que asesinaban a los líderes de las FARC y del ELN. Tal como fue reportado por Nick Miroff para The Washington Post en 2016, el Plan Colombia “le dio al país un vasto y sofisticado sistema de recolección de inteligencia para cazar a los rebeldes, así como el equipamiento letal para atacarlos desde el aire”. Las fuerzas de seguridad colombianas se convirtieron en las mejor equipadas de la región, volando helicópteros Black Hawk al combate junto a otros avanzados equipos militares. Muchas veces, estas fuerzas hacían poco esfuerzo en diferenciar rebeldes, narcotraficantes y población civil, resultando en atrocidades que fueron ampliamente documentadas.
En su mayoría, los líderes estadounidenses presentaban las operaciones como medidas antinarcóticos. Los Estados Unidos proveía de pesticidas aéreos y medios manuales para la destrucción de cultivos. Las fuerzas de seguridad colombianas, apoyadas por la inteligencia estadounidense, también se concentraban en los laboratorios y otras estructuras utilizadas para producir narcóticos. Como contrainsurgencia, el Plan Colombia fue efectivo, y las FARC y el ELN se sentaron en la mesa de negociación en el 2016 para desarmarse y unirse a la estructura política del país en vez de buscar un derrocamiento violento. Pero la implementación de los acuerdos de paz falló y los grupos reiniciaron su insurgencia con el objetivo de tomar el poder. La violencia ha continuado, incluyendo un ataque contra la academia de la policía nacional por parte del ELN en enero del 2019 que mató a 22 personas y dejó muchas más heridas.
El objetivo del Plan Colombia para reducir la producción de droga cuenta con éxitos más limitados. El número de hectáreas de coca se redujo, pero $4,5 mil millones permanecieron en la economía colombiana ligada a las drogas, de acuerdo con la Brookings Institution. Redujo la producción de droga pero dejó a gran parte de la población rural en la extrema pobreza. “Los programas destinados a proveer sustento alternativo han sido, salvo contadas excepciones, mal-manejados por el gobierno colombiano”, afirmaba el reporte de Brookings.
Las operaciones también resultaron en la muerte de muchísimos civiles, con cifras similares a las de Guatemala y El Salvador durante los ochenta. Muchas veces, militares colombianos compartían la inteligencia recabada por la CIA y el Departamento de Defensa de EE.UU. con los paramilitares derechistas que cometían numerosas atrocidades, incluyendo muchas contra activistas de los derechos humanos y sindicales. “Los militares pudieron subcontratar a los paramilitares para la violencia”, le dijo al Post en el 2016 Winifred Tate, la autora de una historia crítica del Plan Colombia. “Así que ellos no enfrentaban la responsabilidad visible, pero de todas maneras era parte fundamental de la estrategia de contrainsurgencia”. En definitiva, casi $10 mil millones de ayuda estadounidense fluyeron hacia Colombia entre 2000 y 2016, la gran mayoría para las fuerzas de seguridad. Después de firmarse los acuerdos de paz en el 2016, políticos estadounidenses, incluyendo al presidente Barack Obama, alabaron el éxito del Plan Colombia y argumentaron que se debía replicar en otros lugares como México y América Central.
El hecho es que a causa de la política estadounidense, las fuerzas de seguridad colombianas se militarizaron y ahora reprimen brutalmente al pueblo colombiano. Lo que estamos viendo hoy en respuesta a las protestas es parte de este resultado, con una policía y un ejército que utiliza la fuerza letal contra los ciudadanos. Para un pueblo que ya está atrapado en el medio de rebeldes, carteles de droga, pandillas delictivas, y paramilitares derechistas, los fuertemente armados militares colombianos y la policía significan ahora un nuevo nivel de represión.
De esta manera, el Plan Colombia revela el vínculo que existe entre la violencia y la política exterior de Estados Unidos. Las fuertemente armadas y frecuentemente violentas fuerzas de seguridad colombianas que se han desplegado en las calles este año han hecho obvio que los efectos a largo-plazo de proveerles armas continúan siendo una gran amenaza para la estabilidad del país. Pero como muchas veces sucede, las ganancias a corto plazo sobrepasan la necesidad de considerar los efectos a largo plazo de la política militar y de la política exterior de Estados Unidos.
---
Kyle Longley, es el director del programa de Guerra y Sociedad en la Universidad Chapman y autor de “El 1968 de LBJ: Poder, Política y la Presidencia en el Año Estadounidense de la Agitación”.
Lea el artículo original aquí.