Especial para The Washington Post ·Erwin Chemerinsky
En abril, un editorial del Wall Street Journal describía el asunto de la condición de estado para Washington D.C. como un “dilema” y el actual intento por hacerlo realidad como una “maniobra” inconstitucional. El columnista del Washington Post, George Will, citó la Enmienda 23 de la Constitución como el “impedimento” para que D.C. goce de condición de estado. El Republicano Ken Paxton, fiscal general de Texas y uno de los veintiún fiscales estatales que firmaron una carta para el presidente Joe Biden oponiéndose a conceder la estadidad para D.C., dijo: “si Washington D.C. se convierte en estado de manera ilegal, que es lo que muchos Demócratas están proponiendo ahora, no se unirá a los otros estados de manera igualitaria. En vez, crearía un súper estado que tendría privilegios por encima de los demás”. Su comentario fue, como decimos en la ley, ‘mere dicta’ – un comentario pintoresco mas no un argumento legal.
El martes, cuando el asunto sea tratado en el Congreso por el Comité de Seguridad Nacional y Asuntos Gubernamentales del Senado, es probable que escuchemos muchas de las mismas objeciones. Pero son equívocas. Crear un estado número. 51 a partir de lo que ahora es el Distrito de Columbia es constitucionalmente permitido y sólo requiere acción del Congreso. Aquellos que se oponen se basan en un argumento político o, en el mejor de los casos, un argumento logístico, no uno legal. La cláusula de admisiones en el Artículo IV, Sección 3 de la Constitución, le otorga al Congreso la autoridad para admitir estados a la unión, tal como lo ha hecho con los 37 estados que siguieron a las 13 colonias originales. Nunca se ha requerido una enmienda constitucional para aumentar el número de estados.
Algunos sugieren que la aplicación de la cláusula de admisión en esta instancia requeriría de la aprobación de Maryland, o que como una alternativa a la condición de estado, la mayor parte de D.C. debería ser regresada a Maryland. Pero Maryland cedió la autoridad sobre el territorio de D.C. cuando el distrito fue creado con partes de Maryland y Virginia en los 1790s. La legislatura de Maryland aprobó una ley donde “le cede al congreso de los Estados Unidos cualquier distrito en este estado que no exceda las 10 millas cuadradas, que el congreso considere y acepte para ser la sede del gobierno de los Estados Unidos”. Aunque la intención original era proveer de tierras al distrito, al ceder la tierra Maryland le dio al Congreso el poder para disponer de ella.
Sí, la Constitución requiere que haya un distrito federal. Pero la legislación propuesta para convertir a D.C. en el estado 51 – H.R. 51, Ley de Admisión de Washington D.C., que fue aprobada en la Cámara de Representantes – toma esto en cuenta: El proyecto de ley mantiene la existencia del distrito federal neutral que los Fundadores crearon y lo reduce. Esta reducción geográfica ya ha sido llevada a cabo antes, ya que el área que ahora contiene a Alexandria, Va., fue cedida a Washington D.C., antes de ser “devuelta” nuevamente a Virginia en los 1840s. El nuevo distrito federal incluiría a la Casa Blanca, el Capitolio, la Corte Suprema y otros edificios federales. Esto parece más cercano a la visión de los Fundadores. Prácticamente nadie residiría en esta nueva área, que existiría únicamente para albergar el aparato de gobierno y monumentos importantes, en vez de continuar, como ocurre actualmente, siendo una gran ciudad estadounidense con su propia política, comercio, arte y tradiciones particulares.
En el “Federalist No. 43”, James Madison argumentaba que en un distrito federal, el derecho de los residentes estaría protegido por “una legislatura municipal para asuntos locales, derivada de su propio sufragio como residentes, algo que por supuesto estaría permitido para ellos”. Pero aunque los habitantes de Washington D.C. de hecho eligen su gobierno municipal, su poder está circunscrito a la supervisión del Congreso y a las limitaciones derivadas de su carencia de los poderes propios que poseen los estados. El 6 de enero, por ejemplo, la alcaldesa de D.C., Muriel E. Bowser, no pudo activar las unidades de la Guarda Nacional para contener los disturbios en el Capitolio de EE.UU. – como lo hubiese podido hacer un gobernador – sin la aprobación del Departamento de Defensa.
La Enmienda 23, ratificada en 1961, le otorga tres votos del colegio electoral al “Distrito que constituya la sede de Gobierno”, permitiéndole a los residentes de D.C. tener una voz en las elecciones presidenciales. Los oponentes a la condición de estado para D.C. dicen que la enmienda debe ser derogada antes de que el distrito pueda convertirse en estado, pero no sólo es absurdo quitarles a los ciudadanos de D.C. su representación en el colegio electoral para poder alcanzar su condición de estado, sino que además es un falso dilema.
La Sección 2 de la enmienda le da al Congreso el “poder para hacer cumplir” esto “por medio de la legislación apropiada”. El Congreso usó ese poder para crear legislación habilitante definiendo el Distrito de Columbia como un “estado” para los propósitos de las elecciones presidenciales. Incluso si no hay suficiente apoyo de los estados para ratificar una derogación de la Enmienda 23, entonces el Congreso tiene la autoridad para reducir los límites del distrito, tomar a los electores del distrito y crear un nuevo estado que, por definición, tendría sus propios electores y representación ante el Congreso. Consideremos, también, que la Enmienda 23 limita el número de electores de D.C. a una cifra no mayor a la del “Estado con menos población”. De esa forma, si en el futuro, por ejemplo, la población de D.C. llega a ser el doble de la población actual de Hawaii, D.C. seguiría teniendo sólo tres votos en el colegio electoral, aunque Hawaii, el último Estado en haber sido admitido a la unión, tiene 4 – un ejemplo de fiscalización sin representación como nunca se ha visto.
En respuesta a aquellos que dicen que la Enmienda 23 está redactada de una manera que debe ser derogada antes de que el Congreso pueda disponer de esos electores, hay un enfoque alternativo que fue recientemente esbozado por la Casa Blanca. Un nuevo estatuto podría preservar la existencia de los electores de D.C. pero exigir que su voto sea en favor de la opción presidencial que reciba la mayor cantidad de votos del colegio electoral o en favor del ganador del voto popular a nivel nacional – convirtiendo estos votos, por la vía del hecho, en irrelevantes.
Los estadounidenses en D.C. deberían poder gobernarse a sí mismo, tal como lo hacen todos los demás en este país, y tener la misma representación en el Congreso. El Congreso diseñó el Distrito de Columbia como un distrito federal neutral porque los Fundadores querían protegerse a sí mismos. En 1783, cuando Filadelfia aún era la capital de la nación, miembros de las milicias estatales de Pensilvania marcharon hasta el Congreso de la Confederación para demandar su paga. El director ejecutivo de Pensilvania se rehusó a cumplir la solicitud de Alexander Hamilton de que los miembros de las milicias leales confrontaran a los amotinados, dejando al nuevo gobierno a su buena suerte. Años después, Hamilton negoció “la retirada de la sede de gobierno al Potomac”, según lo descrito por Thomas Jefferson (y según fue recientemente recordado en la exitosa canción de Broadway en la obra Hamilton - “La Habitación donde Tiene Lugar” / “The Room Where it Happens”), abriendo el camino para cambiar el domicilio de la ciudad capital a un sitio donde el Congreso ejercería el control.
Los Fundadores querían un distrito federal que sirviera al gobierno federal. Por eso el Artículo 1, Sección 8, le otorga al Congreso el poder para “ejercer legislación exclusiva en todos los casos de cualquier índole” respecto al distrito. Bajo esta estructura, el Congreso mantiene el control sobre sus residentes – los ciudadanos – de Washington D.C.: controla su presupuesto y puede derogar las leyes locales. Pero los Fundadores no concibieron un distrito con casi 700.000 habitantes. Y es probable que no les hubiera parecido justo que dos estados con menos población, Wyoming y Vermont, estuvieran representados en el Congreso mientras que el cuerpo político del distrito no lo estuviera.
Los que se oponen a la estadidad muestran sus cartas cuando tratan de adjuntarles argumentos políticos a los principios fundacionales. La directiva editorial del Journal señaló que muchos de los residentes del distrito “gozan de influencia sobre el gobierno federal como empleados o contratistas o en otras posiciones, y que en la era Fundacional la proximidad a la sede de gobierno era considerada en sí misma como una forma de representación” – un argumento poco serio que nadie utilizaría para negarle representación en el Congreso a los residentes de Northern Virginia.
No hay ningún problema constitucional con otorgar la condición de estado a D.C. Al contrario, debió ocurrir hace mucho tiempo. Los residentes de D.C. pagan impuestos federales y sirven en las fuerzas armadas mientras se les niega la representación de dos senadores en el Senado y un representante con voto en la Cámara de Representantes. Ciertamente, hay argumentos políticos en contra de la condición de estado para D.C. – principalmente que los Republicanos no quieren lo que casi seguramente significaría la elección de tres nuevos Demócratas al Congreso – y aquellos en contra de la condición de estado pudieran esgrimir ese argumento. Pero sus argumentos legales no tienen base.
Información del Autor:
Erwin Chemerinsky es decano y profesor distinguido Jesse H. Choper en la Escuela de Leyes de la Universidad de California, en Berkeley.
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