Indicios vacilantes de asociaciones que se pensaban imposibles comienzan a surgir en materia de comercio, inversión y diplomacia.
Los tambores de guerra retumban en Europa, pero parece haber un modesto brote de pragmatismo en el Medio Oriente, escenario de al menos una guerra por década desde la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial.
Por supuesto, los enfrentamientos continúan en la guerra civil de Siria, el desastroso conflicto de Yemen y, esporádicamente, en Irak y Libia. Los ciudadanos árabes que hace poco más de una década estaban inmersos en una ola de euforia mientras desafiaban a los déspotas dinásticos y se atrevían a soñar que podían dejar por fin atrás el pasado, hoy en día no se encuentran, en su mayoría, en buena situación.
La autocracia ha regresado. El colapso de las instituciones estatales ha puesto al descubierto el cableado y la gramática subconsciente de la afiliación sectaria. Las guerras subsidiarias entre musulmanes chiítas y sunitas, con la complicidad de Irán y Arabia Saudí, son bienvenidas por el extremismo yihadista y ponen en peligro a las minorías de la región, desde los cristianos hasta los drusos y los yazidíes.
Sin embargo, los actores regionales, que han estado enfrentados durante la última década, se están empezando a asociar tímidamente. Hay dos razones principales: Irán y Estados Unidos, y la tentadora posibilidad de un acuerdo nuclear en las próximas semanas, tras lo cual la atención del Presidente Joe Biden se dirigirá hacia otra parte.
En primer lugar, hay un intento de reflotar el Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA por sus siglas en inglés). Se trata del acuerdo incierto que Irán firmó con EE.UU. y otras cinco potencias mundiales -Francia, Alemania, Reino Unido, China y Rusia- en 2015, para imponer restricciones verificadas internacionalmente a su programa nuclear a cambio del levantamiento de las sanciones económicas y la reincorporación de Irán al mercado mundial. El JCPOA funcionó, aunque en cierto modo en detrimento de Teherán, ya que el Tesoro de EEUU utilizó sanciones sobre otros aspectos de su comportamiento regional para limitar severamente su acceso a un sistema financiero mundial dominado por el dólar.
Pero Donald Trump torpedeó ese acuerdo al retirar a EEUU en 2018 cuando era presidente. Irán esperó un año para no cumplir con sus propias obligaciones y aumentar el enriquecimiento de uranio hasta alcanzar el grado de bomba nuclear. Trump montó su campaña de "máxima presión" contra Teherán, añadiendo nuevas sanciones e incitando a los árabes del Golfo a montar una yihad contra el Irán chiíta y persa. Pero en septiembre de 2019, cuando Irán atacó el corazón de las instalaciones petroleras de Saudi Aramco con un ataque de drones y misiles, Trump no actuó, diciendo que eran saudíes y no estadounidenses los que estaban en el punto de mira.
Ese fue un punto de inflexión en la historia moderna del Medio Oriente.
Sacudió a los aliados tradicionales de Washington en la región, Arabia Saudita en primer lugar, pero también Israel, Emiratos Árabes Unidos y Turquía, aliada de la OTAN. Ello condujo gradualmente a los esfuerzos por desescalar las disputas intrarregionales. El año pasado finalizó el embargo liderado por Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos contra Qatar, emirato del Golfo rico en petróleo al que acusan de ser cómplice de Irán y de respaldar los intentos islamistas de cambio de régimen en el Golfo. Qatar alberga la mayor base aérea de Estados Unidos en todo Medio Oriente.
Pero ahora crece la suposición de que EEUU e Irán están a punto de resucitar el JCPOA, a cinco minutos para la medianoche. Irán sigue exigiendo concesiones que Biden no puede cumplir, pero con margen de maniobra. El ministro de Asuntos Exteriores iraní, en una entrevista con el FT, sugirió que ayudaría contar con una declaración del Congreso de EEUU o de sus líderes de que Washington no rompería un nuevo acuerdo en el futuro.
Cualquier nuevo acuerdo sería menos valioso que el JCPOA de 2015, por la sencilla razón de que Teherán dispone ahora de tecnología y técnicas que entonces no tenía. Los vecinos de Irán están actuando como si esto fuera a ser así, y que un nuevo acuerdo no funcionará contra la esfera de influencia árabe chiíta de Irán, especialmente al cruzar el Levante: en Irak, Siria y Líbano.
Por tanto, el movimiento pragmático está en marcha. El presidente de Turquía, Tayyip Erdogan, desde hace tiempo en el bando islamista de la contienda regional contra Egipto y el Golfo, estuvo esta semana en EAU y tiene previsto visitar pronto Arabia Saudita, y también está limando asperezas con Egipto e Israel (Isaac Herzog, el presidente israelí que recientemente realizó una visita histórica a EAU, llegará en breve a Turquía tras un largo distanciamiento). Los países del Golfo, encabezados por Emiratos Árabes Unidos, quieren el negocio de la reconstrucción de Siria, mientras que Arabia Saudita ha utilizado sus artimañas diplomáticas para cortejar a Irak, de mayoría chiíta, tras décadas de ignorarlo.
Todos estos actores están atentos a las ambiciones de Rusia - dueño de Siria de dudosa suerte desde 2015- y, sobre todo, de China, con su tecnología y su iniciativa de la Franja y la Ruta que abarca la región. Están reduciendo la alianza histórica con Estados Unidos y se están diversificando.
Están explorando cómo tratarse mutuamente de forma pragmática, a través del comercio, la inversión y la diplomacia.
Curiosamente, la región empieza a parecerse a lo que el entonces jefe de Biden, Barack Obama, quería en 2015. Es necesario, dijo Obama, "decir tanto a nuestros amigos, como a los iraníes, que tienen que encontrar una forma efectiva de compartir el vecindario e instituir algún tipo de paz fría".
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