El ataque de Rusia no es provocado y se basa en falsedades respecto a la soberanía y trayectoria del pueblo de Ucrania.
El sombrío espectáculo de los tanques rusos entrando en Ucrania ha destrozado el sueño que Europa se atrevió a alimentar durante tres décadas: que nunca más se vería una guerra de esta magnitud en el continente. La agresión desnuda y no provocada contra su vecino por parte de un país con uno de los mayores ejércitos del mundo recuerda los momentos más sombríos del siglo XX. La reversión de los intentos realizados desde 1945 para hacer del respeto a la soberanía y la integridad territorial un principio fundamental de las relaciones internacionales tendrá un grave costo humano, y repercusiones mucho más allá de Europa. El capítulo de la historia abierto por la caída del Muro de Berlín, que trajo la esperanza de que los estados pudieran elegir sus destinos dentro de una "casa común europea", se ha cerrado. Ha comenzado un nuevo capítulo, más oscuro.
La agresión de Putin, para ser claros, se basa en dos falsedades. Una es que se trata de una guerra de liberación, de "desnazificación" de Ucrania. Durante ocho años, la maquinaria propagandística del Kremlin ha difundido la mentira de que el derrocamiento del presidente Viktor Yanukovych fue un "golpe neonazi respaldado por Occidente". Había grupos de extrema derecha entre el amplio abanico de manifestantes contra la cleptocracia prorrusa de Yanukovych. Pero nunca han estado entre los líderes posteriores al levantamiento. La democracia ucraniana dista mucho de ser perfecta, pero —a diferencia de la rusa—, es real. El primer presidente elegido libremente desde 2014 era un magnate que hizo gran parte de su dinero en el negocio de la pastelería. El segundo, Volodymyr Zelensky, es un antiguo actor-comediante judío cuya primera lengua es el ruso.
La segunda falsedad es que este conflicto fue provocado por Occidente y la OTAN. En los casi 14 años transcurridos desde que la Alianza del Atlántico Norte declaró que Ucrania y Georgia se convertirían algún día en miembros, nunca se ha puesto a Kiev en un sendero hacia la incorporación. La unanimidad necesaria para admitirlo nunca ha existido, y es poco probable que ocurriera en el futuro cercano. El acierto de la ampliación de la OTAN hacia el este tras la guerra fría es para debatirlo en años venideros. Pero, en contra de las afirmaciones del Kremlin, no se dieron garantías de que esto no fuera a ocurrir. La ampliación tampoco fue algo que la alianza buscara o impusiera. Respondió a las peticiones de los países que, tras haber pasado décadas bajo el dominio soviético, querían asegurarse de que eso no volviera a ocurrir. Verán la invasión de Ucrania como una reivindicación de sus temores.
El hecho de que Kiev no sea miembro de la OTAN significa que Occidente no tiene la obligación de intervenir militarmente en su defensa. Estados Unidos y los aliados europeos han descartado hacerlo por temor a desencadenar la aterradora confrontación de rivales con armas nucleares que el mundo se ha esforzado por evitar durante siete décadas. Putin ha amenazado abiertamente con "consecuencias nunca vistas en su historia" contra cualquier nación que interfiera en su invasión. Pero las potencias occidentales tienen la obligación moral de prestar toda la ayuda posible, sin intervención militar directa, a Ucrania, país al que han animado a integrarse más con sus instituciones.
Hay que aumentar la ayuda militar para que los ucranianos se defiendan del avance de Moscú. El presidente de Rusia afirma, aunque ha mentido a lo largo de esta crisis, que no planea una ocupación. Sería una inmensa tragedia para Ucrania verse arrastrada a una insurgencia prolongada y sangrienta. Sin embargo, cuanto mayor sea el costo inicial de la embestida de Putin, mayor será la posibilidad de que limite sus objetivos, o de que encuentre resistencia en casa por parte de los rusos, que tienen fuertes lazos familiares y culturales con Ucrania.
Los países occidentales deben redescubrir la voluntad de contener a Moscú que mostraron durante la guerra fría. Deben estar preparados para utilizar su principal arma, las sanciones económicas y financieras, con el máximo efecto. Ya no se trata de disuadir al presidente de Rusia, sino de imponerle el mayor costo por sus acciones, y exprimir su capacidad de financiar su insensata temeridad política. Esto también conllevará considerables peligros: los efectos de la reacción y las represalias del Kremlin, incluso a través de medios "asimétricos" amenazados, como los ataques cibernéticos. Las interrupciones accidentales o deliberadas del suministro de gas natural ruso podrían llevar los precios a niveles que empequeñecen los máximos de los últimos meses y provocar escasez en Europa. Los precios del petróleo y del gas ya se han disparado. Las suposiciones sobre el crecimiento económico y la recuperación tras la pandemia de coronavirus podrían verse alteradas.
Si quieren defender sus libertades y valores por medios no militares, los aliados democráticos deben estar preparados para soportar las dificultades económicas, y deberían explicarlo a sus poblaciones. Los países al oeste de Ucrania también deben estar preparados para abrir los brazos a una posible ola de refugiados que podría superar con creces la procedente de Siria y Oriente Medio en 2015.
Aquellas naciones que puedan verse tentadas a ponerse del lado de Rusia y ayudarla a resistir las sanciones internacionales deberían pensarlo bien. El presidente de China, Xi Jinping, ha respaldado la oposición de Moscú a una nueva ampliación de la OTAN. Sin embargo, su ministro de Asuntos Exteriores ha pedido a todas las partes que den muestras de moderación y resuelvan la crisis ucraniana mediante el diálogo. El ataque de Rusia a un país con el cual China tiene lazos económicos desafía el principio de respeto a la integridad territorial propugnado por Pekín. Es cierto que China tiene sus propias ambiciones con respecto a Taiwán, al que considera parte de su territorio. Pero una batalla mundial en la que ya no se respetan las fronteras no beneficia necesariamente a Pekín más que a sus homólogos mundiales.
Al igual que en los largos años de la guerra fría, es vital que las democracias continúen su compromiso con la sociedad rusa y, en la medida en que puedan penetrar la neblina de la desinformación del Kremlin, dejen claro que su disputa es con los dirigentes del país, no con su pueblo. Los políticos y los medios de comunicación estatales han mentido a los rusos, pero pueden sentirse cada vez más incómodos con una guerra contra un país "hermano". Las élites del país se han sometido a Putin como árbitro definitivo durante 20 años porque parecía el mejor garante de la estabilidad y de su propia riqueza. Ahora ha lanzado una guerra temeraria para derrocar al gobierno de un país vecino. No es impensable que eso acabe desestabilizando a su propio país.
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