Cuanto más dure esta guerra barbárica, más escéptico me siento de que se logre algún tipo de acuerdo con el presidente ruso
Antes de empezar, debo dar las gracias a Peter Spiegel, Gideon Rachman y Richard Waters por haberme reemplazado tan bien durante las últimas seis semanas mientras estuve de permiso para hacer el trabajo investigativo de un libro que estoy escribiendo. Rana, ¿pasó algo importante mientras estuve ausente? Bien, ese era el tipo de chiste que haría mi tío en un día de asueto. De hecho, he estado irremediablemente distraído desde el 24 de febrero, al igual seguramente que todos los lectores de Apuntes desde el Pantano que hoy leen esto.
Ya llevamos un mes desde que comenzó la "operación militar especial" rusa que ha cambiado nuestro mundo. Una regla eterna de la guerra es dar al adversario una salida, especialmente si está perdiendo, pero no está dispuesto a conceder la derrota. Este es un somero resumen de la situación de Vladimir Putin en el día 29 de esta guerra. Esta lógica dicta que Joe Biden y sus socios europeos deben evitar cuidadosamente proclamar el cambio de régimen en Rusia como el principal objetivo de Occidente. Eso convertiría a Putin en aquella famosa rata acorralada de su infancia, con incalculables consecuencias para Ucrania y el mundo.
En principio, estoy de acuerdo con esta lógica. Pero cuanto más se prolonga esta guerra barbárica, y cuanto más leo sobre las intenciones casi teológicas de Putin sobre Ucrania, que se remontan a mucho más tiempo de lo que yo había supuesto, más escéptico soy de que se pueda llegar a cualquier tipo de acuerdo con él. Todos nosotros tenemos un sesgo cognitivo. En el caso de muchos de los que han estado esbozando posibles acuerdos para poner fin a esta guerra, el sesgo se manifiesta en la suposición de que Putin respondería a los castigos y las recompensas convencionales. Eliminar algunas sanciones por aquí, darle un pedazo de territorio ucraniano por allá, encontrar alguna fórmula ambivalente para la neutralidad ucraniana, y de repente, un armisticio se hace visible. Me preocupa cada vez que esto sean puras ilusiones.
Por supuesto, Putin también sufre de sesgos cognitivos mediocres — la supuesta falta de espíritu nacional de Ucrania, por ejemplo, o la eficacia del ejército ruso. También calculó mal la determinación de Occidente. Pero me temo que tiene un sesgo mayor que todos estos combinados: una visión mesiánica de su papel en la restauración del destino histórico de Rusia.
Hace poco mantuve una larga conversación con un alto diplomático europeo que conoce bien a Putin y que fue embajador en Moscú al principio de su carrera. En 2016, dijo, los archivos históricos rusos fueron trasladados abruptamente del ministerio de cultura al control directo de la oficina presidencial. Esto fue muy extraño. A partir de ese momento, Putin comenzó a indagar cada vez más en los registros anteriores a la Unión Soviética. Podemos pensar que a Putin lo motiva el resentimiento que siente por la ampliación de la OTAN desde la disolución de la URSS. Pero, según este relato -y muchos otros que lo corroboran-, la mente de Putin está desfilando frente al mismo espejo que Iván el Terrible, Catalina la Grande y otros zares. "Piensa en términos de batallas, mapas y grandeza histórica", dijo el diplomático. "Ha sido su obsesión durante años".
Mucha gente se ha preguntado si Putin ha perdido su capacidad de razonar. Tal vez el efecto del Covid-19 y la paranoica longevidad de su mandato le han hecho perder el control de la realidad, especulan. Puede que sí. Sin embargo, es verosímil que la mayoría de los dictadores más violentos del siglo XX, incluido Josef Stalin, habrían pasado una prueba de cordura básica. Es poco probable que la psicología especulativa nos lleve muy lejos. En todo caso, sin embargo, la ideología ofrece una clave más accesible. Prestar atención a lo que dicen los autócratas, sobre todo cuando no dejan de repetirlo, tiene la ventaja de ser falsificable. Si Putin fuera un soñador, habría una gran brecha entre sus palabras y sus actos.
Si, por el contrario, hace lo que dice y dice lo que hace, entonces tenemos la capacidad, en base a sus acciones pasadas, de predecir lo que probablemente hará. Desde ese punto de vista, Putin es consistente — y no solo con respecto a Ucrania. Su grandiosidad se extiende también a Polonia, a la que en 2020 culpó repetidamente de haber iniciado la segunda guerra mundial. No muchos de nosotros lo tomamos en serio en ese momento. Pero Anne Applebaum, quien ha grabado a Putin durante mucho más tiempo que la mayoría, lo captó en aquel momento. Su opinión es que la destrucción de Polonia, que ha sido una costumbre rusa durante siglos, está muy presente en la mente de Putin.
Esto me lleva a dos conclusiones. La primera es que resulta tentador poner como nuestro objetivo principal la rendición incondicional de Rusia. Mi firme opinión es que la destitución de Putin debe ser nuestro deseo, no nuestro objetivo declarado. Deberíamos maximizar las posibilidades de que sea apartado del poder sin proclamar ese resultado. Además de avivar el mesianismo de Putin, cualquier comentario occidental sobre un cambio de régimen probablemente empuje a más países a entrar en el régimen de incumplir las sanciones rusas, que es lo contrario de lo que queremos.
La segunda conclusión es que mi investigación sobre la vida de Zbigniew Brzezinski, gran estratega estadounidense de origen polaco, se ha convertido inesperadamente en algo relevante durante las últimas semanas, lo cual alivia parte de mi culpa por no haber estado escribiendo para el FT. Para Brzezinski, la Conferencia de Yalta - la reunión de la Segunda Guerra Mundial en la cual Winston Churchill y Franklin Roosevelt otorgaron a Stalin una zona de influencia sobre Europa del Este - fue siempre una grosería. Todavía debería serlo. No podemos volver a ese tipo de negociación. Rana, mi pregunta para ti es ¿cuál parte de lo ocurrido el último mes ha cambiado tu visión del mundo?
Rana Foroohar responde
Ed, estamos encantados de tenerte de vuelta, y estoy especialmente impaciente por leer y escuchar lo que has investigado sobre la vida de Brzezinski, quien no podría haber sido más premonitorio al expresar sus preocupaciones acerca de una "coalición de China, Rusia y quizás Irán" en su libro de 1997 The Grand Chessboard.
No diría que la guerra de Ucrania ha cambiado mi visión del mundo, sino que la ha consolidado. Llevo escribiendo más tiempo que la mayoría de la gente sobre la desglobalización: la nombré por primera vez en el FT allá por 2018. Mis puntos de vista se han basado menos en Rusia que en China, lo cual, en mi opinión es realmente el tema más importante aquí en cierto modo (en el sentido de que siempre sería, como Brzezinski habría confirmado, el socio principal en cualquier tipo de coalición euroasiática). Nunca entendí realmente por qué los responsables políticos y empresarios occidentales pensaron que un país tan vasto, con su propia cultura ancestral, su forma de gobierno diferente y su increíble trayectoria de crecimiento, simplemente seguiría nuestras reglas. De hecho, siempre he pensado que esa suposición es bastante arrogante.
Una cosa en la cual he estado pensando mucho es en cómo algunos de los cambios geopolíticos que China desearía ver (incluido el movimiento de Rusia hacia su órbita como estado petrolero vasallo) están ocurriendo ahora demasiado rápido para Pekín. Hace poco participé en una mesa redonda del Consejo de Relaciones Exteriores con algunos académicos que estaban bastante preocupados por la situación en la cual el presidente de China Xi Jinping ha puesto al país. Tiene demasiado que perder si rompe con EEUU y la UE respecto a Rusia, y sin embargo no puede ser percibido como débil o dar un giro de 180 grados en la asociación "sin límites" que acordó con Putin semanas antes de la guerra.
Supongo que mi mayor conclusión es que las últimas semanas pueden ser, de hecho, la placa conmemorativa de la muerte oficial de la era neoliberal. Es decir, cuando hasta Larry Fink dice que se acabó la globalización, ya la noticia es vieja.
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