Almacen de Amazon.
Empresas como Amazon enfrentan actualmente un empuje antimonopólico renovado por parte del gobierno de EEUU bajo el presidente Biden. FOTO: Bloomberg por Michael Nagle.
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Una visión estricta de esta área crucial del derecho ha perjudicado a la economía y alimentado la inflación.

La inflación ha vuelto, y el presidente Joe Biden ha señalado con el dedo a las grandes empresas y su decisión de subir los precios.  Los monopolios se volvieron objeto de especial atención.  La condena de Biden a industrias como la del sector de la carne, que goza de grandes beneficios y poca competencia, es el último impulso del esfuerzo que se ha puesto en marcha para lidiar con el poder de las empresas, centrando el enfoque sobre la política contra los monopolios.

Las dos personas designadas por Biden para dirigir la Comisión Federal de Comercio y la División Antimonopolio del Departamento de Justicia, Lina Khan y Jonathan Kanter, son los más firmes activistas antimonopolio en estos cargos desde los años setenta, la última vez que la inflación dominó las noticias.  Recientemente, anunciaron un plan para revisar las directrices sobre las fusiones de empresas en el país con el fin de abordar los nuevos tipos de poder que han surgido en la era de las grandes plataformas gratuitas de consumo, como Amazon y Google (el propietario del Washington Post, Jeff Bezos, es el fundador y expresidente ejecutivo de Amazon).

No es de extrañar que a las grandes empresas no les guste este enfoque.  Pero en Washington la resistencia a la vigilancia de los monopolios proviene tanto de los Demócratas de centro como de los Republicanos, algunos de los cuales son bastante receptivos a los aspectos de la agenda antimonopólica.

Los que se oponen al enfoque de Biden protegen cuidadosamente lo que se denomina como el "estándar de bienestar del consumidor", una norma con cuarenta años de antigüedad que dice que el gobierno sólo puede utilizar las leyes antimonopolio para cuestionar las prácticas que aumentan los precios para los consumidores.  Descartan las alternativas que consideran otro tipo de daños para los consumidores, los trabajadores o la sociedad.  De hecho, muchos de estos críticos sostienen que utilizar la política antimonopolio para abordar cualquier cosa que vaya más allá de mantener los precios lo más bajos posible para los consumidores pone en peligro un sensato consenso bipartidista y abre una peligrosa caja de Pandora.

Pero el derecho antimonopólico no siempre se entendió de forma tan estricta.  Si se refuerza, se revertirían décadas de daños a la innovación, los salarios y la competencia justa derivados de permitir que las empresas crezcan cada vez más y sean más poderosas, con tal de que mantengan los precios bajos.

En 1890, el temor a la Standard Oil y a otros monopolios y oligopolios que habían acaparado industrias enteras, incluyendo el fundamental negocio ferroviario, motivó al Congreso a aprobar la Ley Sherman.  La nueva ley reflejaba un gran abanico de preocupaciones respecto al creciente poder de las grandes empresas sobre los agricultores, los trabajadores y el gobierno, e ilegalizaba a los acuerdos que restringían el comercio y a los monopolios.

Pero al ser redactada en menos de mil palabras, la Ley Sherman dejó mucho a la imaginación, permitiendo a los estudiosos - y a los tribunales - reinterpretarla en repetidas ocasiones.  La ley se ha entendido como un medio para limitar el poder económico, en sentido amplio.  Pero también en varios momentos se ha relacionado con la protección de la competencia, el impulso de las pequeñas empresas e incluso con la redistribución de la riqueza.

Durante la primera mitad del siglo XX, los reguladores y los tribunales intentaron equilibrar estos objetivos, a veces contrapuestos, cuando trataban de aplicar la legislación antimonopolio y abordar las múltiples formas de poder empresarial.  En las décadas de 1950 y 1960, el Congreso abordó una amplia gama de temas, entre ellos si las tiendas familiares merecían protección frente a los supermercados y si las prácticas de comercialización y patentes de las empresas farmacéuticas eran legítimas desde el punto de vista antimonopólico.  La aplicación de la ley fue, en general, sólida, y los reguladores estudiaban en profundidad los posibles daños que podían provocar las fusiones de empresas, protegían la competencia en sectores clave y consideraban las repercusiones cívicas de las grandes empresas.

Sin embargo, entre mediados de las décadas de 1960 y 1980, un esfuerzo por introducir la perspectiva económica al ámbito de la política antimonopólica provocó un cambio.  Los economistas consideraban que el objetivo último del derecho antimonopólico era promover la "eficiencia distributiva": fomentar un mercado en el cual ningún productor pudiera subir los precios por encima de un nivel competitivo.

Alcanzar ese objetivo suponía, en teoría, maximizar el bienestar económico de los consumidores estadounidenses.  Rebautizado como "bienestar del consumidor" por el futuro juez de circuito Robert Bork, este enfoque se centraba en los precios como el factor más relevante para decidir si algo violaba las leyes contra los monopolios.  Otras cuestiones relacionadas con el poder de las empresas - que van desde el potencial que tienen las grandes empresas para presionar los salarios a la baja, hasta la posibilidad de que una concentración excesiva pueda ser incompatible con la democracia - se definieron como "antimonopolio político" y quedaron fuera del ámbito legítimo de la ley.

Los jueces, los reguladores y los políticos institucionalizaron gradualmente esta visión más estrecha del antimonopolio en Washington.  Las facultades de derecho empezaron a enseñar la defensa de la competencia desde un punto de vista económico, y los organismos federales de defensa de la competencia mejoraron, ampliaron y dieron más poder a sus oficinas de economía.  En los años setenta, la Corte Suprema recurrió cada vez más al razonamiento económico en sus casos y, a finales de la década, los jueces empezaron a incorporar este criterio del bienestar del consumidor a la jurisprudencia antimonopólica.  Si bien las grandes empresas y los conservadores como Bork eran los principales propulsores de este cambio, también contaba con el apoyo bipartidista de los economistas, quienes consideraban que el miedo populista a las grandes empresas era económicamente ingenuo.

Cuando Ronald Reagan llegó a la presidencia en 1980 con su expansiva agenda a favor de las empresas, la adopción de la norma de bienestar del consumidor ya estaba muy avanzada.  Los reguladores aprobaron fusiones de un tamaño sin precedentes para aumentar las eficiencias.  La División Antimonopolio abandonó un juicio contra IBM que llevaba más de una década.  Categorías enteras de fusiones que antes se examinaban con detenimiento - como las "fusiones verticales" entre una empresa y su proveedor – comenzaron a ser aprobadas fácilmente.  En la nueva visión del antimonopolio, el tamaño de las empresas y la consolidación de la industria no se consideraban una amenaza para la competencia o una peligrosa concentración de poder, sino una fuente probable de eficiencias que reducirían los precios al consumo.

Este nuevo enfoque de no intervención facilitó la transformación de las empresas estadounidenses, permitiendo las adquisiciones hostiles y las compras apalancadas que hicieron que Wall Street se enriqueciera y que las empresas se volvieran más magras y despiadadas, lo cual convirtió a "la codicia es buena" en el lema de los años 80.

Si bien los designados por Reagan para la lucha contra los monopolios eran especialmente entusiastas de las grandes empresas, en las décadas siguientes el nuevo marco antimonopólico, estrictamente tecnocrático, recibió pocos cuestionamientos por parte de ambos bandos.  Mientras tanto, los salarios se estancaron en las industrias concentradas, las empresas poderosas silenciaron a sus críticos y los políticos ignoraron las preguntas respecto a los posibles problemas antimonopólicos de empresas que se consideraban "demasiado grandes como para quebrar".  Desde las administraciones presidenciales de George H.W. Bush hasta Barack Obama, las autoridades que supervisaban el sector se mantuvieron en su carril, incluso cuando la economía evolucionó, la desigualdad creció y el poder de las empresas adoptó estructuras nuevas y preocupantes.

Sin embargo, en los últimos cinco años, activistas y académicos liberales han articulado una visión alternativa para las leyes antimonopolio que revive las ideas más antiguas sobre lo que realmente constituye una "economía moral".  Esta visión amenaza a las grandes empresas porque pregunta por los perjuicios a la innovación y a la competencia leal que causan las plataformas masivas como Google o Amazon, incluso cuando sus productos son gratuitos o de bajo precio. Aborda cuestiones como si la creciente concentración en la industria hospitalaria perjudica a los pacientes, además de aumentar los costos.  Y amenaza a los grupos de poder antimonopólico, cuyo dominio depende, en parte, de que el régimen político siga centrándose únicamente en el bienestar del consumidor, definido de forma estricta.  Es esta amenaza combinada - tanto para el poder corporativo como para el establishment antimonopólico que se apoya en él - la que ha provocado una respuesta tan hostil a las propuestas de la administración Biden.

Existen argumentos legítimos contra el uso de la legislación antimonopolio como herramienta contundente contra las grandes empresas.  Lo grande no siempre es malo, y algunos perjuicios se abordan mejor a través de la legislación laboral u otros medios. Tampoco es probable que la aplicación del derecho antimonopolio por sí sola detenga la inflación.

Pero para abordar el poder de las empresas, y los daños que ha producido tanto para los estadounidenses de a pie como para los mercados justos, es necesario que pensemos en el problema del monopolio de manera más amplia que como se ha hecho durante las últimas décadas. La vieja guardia argumenta que el estándar de bienestar del consumidor evita que el antimonopolio se convierta en una herramienta puramente política.  Pero seguir centrándose en los precios al consumo es ya una herramienta política.  Simplemente es una herramienta que, al excluir la mayoría de las formas en las cuales los monopolios ejercen realmente el poder, no promueve los intereses de la gente.

Washington Post - Elizabeth Popp Berman

Lea el artículo original aquí.

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