A pesar de la muerte de casi un millón de personas, la vida pública en EEUU es muy parecida a la que había antes.
En algún momento de las próximas semanas, el número total de muertes por Covid-19 en EEUU alcanzará el millón. Como referencia, la Guerra Civil estadounidense tardó el doble de tiempo en matar a tres cuartas partes de esa cantidad de personas y esa cifra es una revisión al alza de estimaciones anteriores. Todas las guerras exteriores de la nación se han cobrado en total cerca de 700.000 efectivos estadounidenses a lo largo de casi 250 años.
Un millón: aun admitiendo que EEUU tiene una población mayor ahora que en, digamos, 1945, el tamaño y la velocidad de las pérdidas son espeluznantes. Y también lo es su impacto sobre la política interna; puesto que no se ha notado.
A principios de 2020, los dos grandes partidos estaban encabezados por Joe Biden, que llevaba la delantera en las primarias Demócratas hacía más de un año y el Republicano Donald Trump, entonces presidente. Los mismos hombres son los favoritos en los mercados de apuestas para presentarse a las elecciones de 2024. La pandemia no ha derribado de forma definitiva a figuras consolidadas (como lo hizo Vietnam con Lyndon Johnson) ni ha encumbrado a otras nuevas (como lo hizo la segunda guerra mundial con Dwight Eisenhower). Los líderes de cada partido en el Capitolio son los mismos, incluso cuando dos de ellos se adentran en sus ochenta años.
La extraña estabilidad de la política va más allá de los nombres y los rostros, y también de las cosas que hacen. El amplio alivio fiscal en el primer mes de aislamiento se acordó en términos prometedores y bipartidistas. Ahora, Washington está tan dividido y rencoroso como antes. El contenido de ese proyecto de ley parecía augurar un periodo de gobierno socialdemócrata. Sin embargo, mientras su paquete Build Back Better languidece en el Congreso, es humillante recordar el concepto de un Biden similar a Franklin Roosevelt del cual se habló la primavera pasada.
Incluso el ritmo electoral actual suena familiar. Si Biden pierde el Congreso en sus primeras elecciones intermedias en noviembre, solo estará emulando a Barack Obama en 2010 y a Bill Clinton en 1994. Preocupaciones económicas, una pelea por el aborto: hay muy pocas cosas en cuanto a la forma y fondo de la política estadounidense que un visitante de hace una generación no reconocería.
El millón perdido dejará huella, pero será en el mundo del duelo privado, donde 210.000 niños han perdido a su cuidador principal. En el ámbito cívico, no ha habido ningún reajuste electoral, ninguna ruptura intelectual como la que siguió a la crisis del petróleo de la OPEC a principios de los años 70, ningún traspaso de antorcha a una nueva generación política. Se está realizando una investigación independiente sobre el manejo y los orígenes de la pandemia, pero le costará atraer la atención en un país donde únicamente el 3 por ciento de los votantes consideran al Covid su principal preocupación.
De esa manera nos quedamos con — ¿qué? — un perfil más alto para el gobernador de Florida Ron DeSantis como lo más cercano que tiene la pandemia a un legado político directo. (La inflación tiene demasiados padres como para achacarla solo al Covid). E incluso eso se debe a su línea libertaria sobre los mandatos de vacunas y los cierres, no a la pérdida de la vida en sí misma ni a su prevención. De hecho, es difícil pensar en un acontecimiento de gravedad comparable en la historia de EEUU que haya dejado a la política tan intacta.
Esta desconcertante continuidad sería más fácil de entender si, desde el principio de la pandemia,la gente hubiera sido tolerante con las grandes pérdidas. Pero sucedió lo contrario. Las encuestas mostraban que los votantes querían que el Estado pecara de precavido: la preservación de la vida en lugar de la vida normal. Les preocupaba que la primera ronda de restricciones se suavizara demasiado rápido. Es difícil saber qué les habría parecido más inverosímil hace dos primaveras: el eventual número de muertos o la falta de una disrupción política que ha puesto en marcha.
Se destacan dos explicaciones. La más oscura, que no es exclusiva de EEUU, es la discriminación por edad. La muerte de tantos ancianos nunca iba a dar un vuelco a la política como suele hacerlo la pérdida de conscriptos adolescentes en suelo lejano.
La segunda es más alentadora. En una era de cinismo infinito, la gente cree que el sistema funcionó lo mejor que podía, dada su inexperiencia en pandemias y los caprichos de las sociedades libres. No se trata de una visión tonta. La velocidad con la cual Washington entregó cheques y la ciencia entregó maravillas (Paxlovid, la píldora de tratamiento de Pfizer, está llegando a una farmacia cerca de usted) sigue siendo deslumbrante.
El problema es que para hacerlo mejor la próxima vez un sistema necesita algo más que todos los conocimientos técnicos y la práctica que ha adquirido en esta oportunidad. Necesita un incentivo político para cambiar. La destrucción de carreras y la reorganización de las instituciones que siguen a una crisis nacional no es (o no solo es) vengativa. A menudo es lo que impulsa a una mejora en el futuro. Es difícil no admirar un sistema político que puede atravesar la pérdida de un millón de vidas y seguir siendo tan apegado sus nombres, hábitos y preocupaciones. Es aún más difícil no preocuparse.
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