Dos periodos análogos — 2007 y 1843 — ofrecen buenas pistas sobre lo que podría ocurrir de aquí en adelante.
Durante años, mi marido y yo hemos soñado con tener una pequeña cabaña en el bosque en algún lugar cercano a nuestra casa de Brooklyn. Al no poder acceder a zonas de playa como los Hamptons o a los pueblos ribereños del valle del Hudson, donde muchos neoyorquinos acaudalados poseen segundas residencias, pensamos que la parte occidental de las montañas Catskill, un enclave rural a dos horas de la ciudad, era el lugar adecuado para nosotros. Tiene colinas onduladas, rutas de senderismo y pozos de natación, pero también banda ancha irregular, ningún transporte público, una masa crítica de votantes de Trump que se mueven en motocicleta y alguna que otra casucha donde se congregan drogadictos, lo cual significa que los precios de las propiedades son acordes a lo que se podrían permitir una periodista y un escritor de novelas.
Eso fue antes de la pandemia, por supuesto. En los últimos dos años, he visto duplicarse y luego triplicarse, el precio de propiedades en mal estado, ya que las cualquier cosa que se pone en venta encuentra dueño en cuestión de días, incluso de horas, sin haber sido mostrada. "¿Está preaprobado?" era la primera pregunta de cualquier agente inmobiliario, seguida de "¿Puede pagar en efectivo?". Olvídese de conseguir una casa de segunda mano sobre 15 acres por $159.000, como hicieron unos amigos hace cinco años. La gente ya las estaba vendiendo para obtener grandes beneficios o cobrando tarifas de hotel boutique para alquilarlas a través de Airbnb. El inventario es escaso y la construcción nueva tiene poca oferta y mucha demanda, gracias a los problemas de la cadena de suministro. De repente, la gente pagará un millón de dólares por un granero renovado en la zona denominada en pasado como la zona del Borscht.
Lo fascinante es que esto no está ocurriendo únicamente en zonas como Nueva York, sino en los alrededores de Washington, DC, Austin, Miami e incluso fuera de ciudades más pequeñas como Charlotte y Carolina del Norte, donde lugares de segunda residencia artística como Asheville se han acercado al territorio de los precios de los Hamptons. "No nos decidimos si vender o alquilar", me dijo hace poco mi primo que vive en Charlotte, señalando que un chalet (y uso esta palabra muy a la ligera) que habían comprado en una montaña de esquí a 90 minutos de su casa había duplicado su precio en menos de un año. Mirando por la ventana de la panadería artesanal en la que estábamos, me fijé en todos los nuevos edificios que se están construyendo para albergar a las empresas financieras que huyen de las ciudades con impuestos más altos hacia el llamado Nuevo Sur. "Yo la alquilaría", respondí (¿tal vez a mí, con un descuento familiar?).
¿Qué está pasando? ¿Volvimos a 2007? Sí y no. Se podría argumentar que décadas de tasas bajas y el dinero sin precedentes que volcaron los bancos centrales, combinado con una pandemia que dejó a los habitantes de las ciudades desesperados por conseguir más espacio, crearon el escenario para una clásica burbuja inmobiliaria especulativa. Dos tercios del patrimonio mundial se encuentra ahora en el sector inmobiliario. En EEUU, el índice nacional de precios de la vivienda S&P CoreLogic Case-Shiller subió un 19,8 por ciento año sobre año en febrero, a pesar de que las tasas hipotecarias alcanzaron su nivel más alto desde 2010en abril. Seguramente, a medida que la inflación vaya avanzando y la recesión se acerque, se producirá una corrección en los mercados menos consolidados, tal vez una corrección importante.
Sin embargo, las pandemias cambian las cosas, a menudo de forma radical. Hay desajustes legítimos entre la oferta y la demanda en el mercado inmobiliario estadounidense, ya que los constructores tienen inconvenientes para abastecerse y el costo de las materias primas se dispara. Esto podría mantener los precios elevados durante algún tiempo. Lo que es más importante aún, se produjo un cambio radical en la geografía del trabajo y la vida en EEUU, y en muchos otros países, que puede tener un impacto duradero en los mercados inmobiliarios.
En Nueva York, por ejemplo, está claro que la gente no va a volver a sus trabajos corporativos de cinco días a la semana en los estrechos edificios de oficinas del Midtown. Como mínimo, los trabajadores exigen, y hasta ahora consiguen, horarios híbridos que hacen que un viaje de dos horas a un hogar más rural sea mucho más factible que en el pasado.
Mientras tanto, los precios desorbitados de las grandes ciudades han empujado a los compradores primerizos hacia un anillo de pueblos y aldeas periféricos más baratos a dos o tres horas de distancia, o hacia ciudades de segundo e incluso tercer nivel ubicadas en el sur o el oeste. De repente, Austin se parece a Nueva York. Charlotte (o Boulder, Colorado, o Rapid City, Dakota del Sur) se parece a Austin. Y los Catskills parecen los Hamptons.
¿Durarán los cambios? Mi apuesta es que cuando llegue la próxima recesión y el dominó de deudas comience a desplomarse, veremos un debilitamiento significativo en algunas de las ciudades más nuevas y pobres del boom. No creo que se mantengan las compras a valores de siete cifras en efectivo en zonas rurales remotas sin banda ancha. Sin embargo, también creo que algunos elementos del mercado inmobiliario actual reflejan auges del pasado más duraderos, como el que llevó al desarrollo de Los Ángeles, que fue posible gracias a la carrera por construir un ferrocarril hacia el oeste. Hubo especulación, sí, pero también hubo un fuerte desplazamiento de la población del país hacia esa parte del país, algo que fue facilitado por los grandes cambios tecnológicos, políticos y económicos.
Hoy en día estamos atravesando este tipo de cambio de paradigma. "¿Qué quieren de esa vasta y despreciable zona?", preguntó el que fuera secretario de Estado de EEUU, Daniel Webster, a Wyoming cuando se planteó por primera vez la idea de un ferrocarril transcontinental en 1843, "esa región de bestias salvajes, de desiertos, de arenas movedizas y vientos arremolinados, de polvo o de cactus y perros de la pradera". Los multimillonarios de Jackson Hole, quienes actualmente ostentan la mayor riqueza de activos per cápita del país, podrían contestarle.
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