Sus hijos murieron en los tiroteos de Parkland y Newtown. La masacre del martes en Texas les provocó náuseas y los llenó de angustia y rabia.
Nicole Hockley se enteró de la masacre del martes durante una reunión en la organización que cofundó hace casi una década, después de que su hijo de 6 años muriera por recibir un disparo en la escuela primaria Sandy Hook. Manuel Oliver lo supo mientras estaba en la oficina de su casa, planificando los próximos pasos dedicados a promover el mensaje de su hijo de 17 años, quien fue asesinado a tiros en la escuela secundaria Marjory Stoneman Douglas. Alex Wind se enteró durante un viaje en autobús hacia Nueva York, a donde se dirigía para asistir a una boda y descansar de la lucha diaria por la reforma de armas que impulsa desde que se escondió en el armario de un aula de Parkland, Florida, escuchando los disparos que acabaron con 17 vidas.
Las lágrimas, las náuseas y el dolor que corta la respiración les llegaría a todos ellos en las horas siguientes, pero para Hockley, el aturdimiento fue lo primero.
“¿Cómo estás?”, le preguntó el cofundador de Sandy Hook Promise, Mark Barden, cuyo hijo de 7 años también murió en el tiroteo de Connecticut.
“Me siento vacía”, le dijo Hockley.
Había pasado por lo que tantas familias de Uvalde, Texas, estaban a punto de afrontar. Al final del día, se informó de la muerte de al menos 19 niños y dos adultos en la escuela primaria Robb, una escuela de poco menos de 500 alumnos, más o menos del mismo tamaño que la escuela primaria Sandy Hook. La noticia consumió y abrumó a la vez a las legiones de padres, hermanos y sobrevivientes que han dedicado su vida a evitar que un día como el martes vuelva a repetirse. Algunos de ellos apagaron sus televisores y guardaron sus teléfonos, incapaces de soportar siquiera las actualizaciones con cifras crecientes y mucho menos las entrevistas con los periodistas. Otros no tuvieron más remedio que hablar, porque tenían que hacer algo.
Al principio, Hockley se ofreció a volar a Texas, para ponerse a trabajar en el lugar. Sin embargo, su personal recordó lo que sucedió después de Parkland, cuando ella se entregó a dar respuesta. Su cuerpo colapsó y estuvo casi demasiado enferma para funcionar.
La realidad de ese riesgo -de que este tiroteo la destruya- se agudizó a medida que avanzaba el día. El número de muertos aumentó. Los recuerdos resurgieron.
Vio algo en las noticias sobre las familias de Uvalde que no sabían si sus hijos habían sobrevivido o habían muerto. La llevó de vuelta al interior del cuartel de bomberos de ladrillos de la carretera hacia Sandy Hook. Fue allí donde se había aferrado a la esperanza. Que imaginaba a su Dylan, el niño de ojos azules al que le gustaba agitar los brazos, porque se creía una “mariposa”, corriendo, escondiéndose, sobreviviendo.
“Mi hijo no”, se había dicho a sí misma.
El martes por la noche, pensaba en cómo las familias de Texas tendrían que ayudar a identificar a sus hijos asesinados, tal como hizo ella. Un agente le había preguntado cómo estaba vestido Dylan y ella le había dicho que zapatos deportivos con velcro, jeans, franela roja y ropa interior de Bob Esponja. Más tarde, la policía le devolvería la ropa, llena de agujeros de bala.
Fue imposible no revivirlo todo.
“Esto me llegó hasta lo más profundo”, dijo. “Realmente hasta el alma”.
La conmoción envolvió también a Oliver, al igual que la tristeza y la indignación. Aún así no fue una sorpresa.
Por lo que había escuchado, el tirador de 18 años de Texas no parecía muy diferente del joven de 19 años que mató a su hijo, Joaquín. Los tiradores tenían más o menos la misma edad y, al parecer, los dos tenían fácil acceso a las armas. Lo que vino después también resultó familiar: el pánico en los ojos de los padres y el vacío en los estudiantes; los políticos conservadores argumentando que solo más armas mantendrían a los niños seguros en las escuelas y los liberales insistiendo en que más armas nunca han mantenido a los niños seguros en las escuelas.
Poco ha cambiado después de haber vivido todo eso hace cuatro años y él es escéptico de que vaya a cambiar mucho después de haberlo visto esta vez.
Si había algún consuelo, eran las nuevas preguntas sobre su hijo. Llegó a hablar de ellas siendo mejores amigos, yendo juntos a los partidos de los Miami Heat, compartiendo gruesos filetes, cada uno mostrando al otro su música favorita: Frank Ocean y Tupac de Joaquín, los Ramones y The Clash de Oliver.
No obstante, los buenos recuerdos fueron efímeros, porque padre e hijo nunca tendrían nuevos. Joaquín se había ido. Esa era la cadena perpetua que Uvalde empezaría a cumplir ahora.
“Ya no estoy contento con la vida”, dijo Oliver. “Solo vivo”.
Wind, el joven de 21 años sobreviviente de Parkland, no ha renunciado a ser feliz, pero también entiende cómo la violencia con armas de fuego podría perseguir a cualquiera -incluido él- para siempre, especialmente en un país en el que la amenaza de otro tiroteo masivo nunca disminuye.
Mientras estaba sentado en el autobús, comprobando las actualizaciones en su teléfono, se dio cuenta de que los chicos de Robb formaban parte de una generación totalmente diferente a la de los adolescentes de Parkland. Aún así, aquí estaban, unidos por la crisis más norteamericana de todas.
“No hay palabras”, dijo, haciendo una pausa, “excepto las mismas palabras que la vez anterior y la vez anterior y la vez anterior”.
Al igual que los demás, y al igual que el presidente Joe Biden, Wind creía que el progreso no se produciría hasta que los legisladores conservadores desafiaran a los lobistas de las armas que durante décadas se han opuesto incluso a las reformas más populares.
Fue una frustración que el martes nadie se haya expresado más claramente que Fred Guttenberg, otro padre de Parkland, cuya hija Jaime fue asesinada hace cuatro años. En una entrevista en la MSNBC, no pudo contener su furia contra los políticos que se negaron a apoyar el cambio.
“Me gustaría decirles a todos que se vayan al infierno por lo que hicieron y lo que hacen. La forma en que politizan las armas y la violencia nos ha llevado a este día”, dijo, antes de referirse a las víctimas.
“Los padres, los seres queridos, cuyo mundo está girando. Quienes ahora mismo tienen que pensar: “¿Cómo voy a planificar un funeral?”. Quienes ahora mismo tienen que pensar: “¿Qué tipo de ataúd?” Quienes ahora mismo tienen que pensar: “Todo lo que hice fue enviarlos a la escuela”. Y tengo que planear su funeral. Y tengo que escribir un encomio. Tengo que consolar a los que quiero. Mis otros hijos, mi cónyuge, mis amigos, mis vecinos. Tengo que resolver cómo seguir adelante”.
“Porque la gente falló”, continuó. “Ellos… volvieron a fallarles a nuestros hijos, ¿entiendes? Terminé. Ya lo pasé. ¿Cuántas veces más?”
Cuántas veces más es una pregunta que han repetido millones de personas después de cientos de tiroteos, y Guttenberg y Hockley y Oliver y Wind sabían que el martes no era el último día en que se haría.
Los tiroteos continuarán y con ello, más lágrimas, más náuseas, más dolor. Y aunque entienden que el cambio podría no llegar nunca, todos dicen que seguirán luchando por él, debido a otra pregunta que repiten una y otra vez:
¿Qué otra opción tienen?
Washington Post – John Woodrow Cox
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