En la conferencia de la semana pasada en Los Ángeles, la verdadera actividad estaba afuera en las calles.
A cuantas más cumbres políticas asisto, más me convenzo de que el mejor lugar para cubrirlas no es adentro de las salas de conferencias, sino afuera en las calles.
La Cumbre de las Américas de la semana pasada no fue la excepción.
Este encuentro de líderes de toda América se celebra cada tres o cuatro años. Este año tuvo lugar en el cavernoso Centro de Convenciones ubicado entre el ecléctico revoltijo de edificios residenciales y comerciales que conforma el centro de la ciudad de Los Ángeles. El recinto estaba prácticamente vacío. Muchas personas que inicialmente habían planeado asistir -políticos, periodistas, incluso presidentes- no se presentaron, pensando que podían seguir los acontecimientos en línea con la misma facilidad, y que probablemente no aportaría mucho de todos modos. En gran parte tenían razón.
De los 35 presidentes y primeros ministros de América, un tercio estuvo ausente. Tres no recibieron una invitación: El gobierno estadounidense declaró al cubano Miguel Díaz-Canel, al nicaragüense Daniel Ortega y al venezolano Nicolás Maduro personas no gratas por consideralos dictadores.
Algunos líderes latinoamericanos, entre ellos el mexicano Andrés Manuel López Obrador, se mantuvieron al margen en protesta por esa decisión. Los presidentes de El Salvador y Guatemala no estuvieron presentes por otros motivos. El presidente de Uruguay estuvo fuera de servicio por Covid.
Todo lo anterior hizo que el evento fuera discreto. Hubo un acuerdo para abordar la inmigración y combatir el cambio climático en el Caribe, pero muy poco en cuanto a iniciativas importantes para reforzar las economías latinoamericanas que se encuentran en apuros.
Sin embargo, a las afueras del edificio las cosas estaban más caldeadas.
Cuando los delegados llegaron al Microsoft Theatre para la ceremonia de apertura, se encontraron con un pequeño pero ruidoso grupo de latinoamericanos que tenían quejas que exponer.
Maggie, una migrante mexicana, sostenía una pancarta en homenaje al presidente de su país, conocido casi universalmente por sus iniciales, AMLO. "AMLO No Estas Solo", se leía.
"Estoy orgullosa de él por decir que los otros países, los cubanos, los nicaragüenses, los venezolanos, deberían estar invitados", dijo Maggie. "No es justo que algunos países estén invitados y otros no. Todos somos americanos".
Mientras tanto, Alex Henríquez, un inmigrante salvadoreño de 55 años, sostenía en alto una foto de su hermano. "Bukele tiene prisionero a mi hermano", decía la pancarta, en referencia al líder autoritario del país centroamericano, Nayib Bukele.
"El gobierno acusa a mi hermano de colaborar con bandas criminales", me contó Henríquez. "¡Es una tontería, él es inocente! ¡Vende tomates y cebollas en un mercado local! No tengo ningún problema con que Bukele meta a la cárcel a los miembros de las bandas, pero también está encarcelando a gente inocente".
Por otra parte, los migrantes hondureños exigían el derecho a permanecer en Estados Unidos, y los nicaragüenses protestaron contra Ortega. También había guatemaltecos, colombianos y panameños, todos trataban de hacer oír su voz.
En el exterior del lugar, dos mujeres etíope-estadounidenses sostenían una enorme pancarta negra y amarilla que ondeaba con la brisa de la Costa Oeste. "500 días de #GenocidioTigray" decía el cartel, en referencia al conflicto en el norte de Etiopía.
Es fácil ser cínico respecto a estas grandes cumbres políticas, con sus insulsas y cuidadosamente redactadas declaraciones de clausura y sus promesas de acción que invariablemente se quedan en nada. Es fácil olvidar que, entre bastidores, los delegados y los diplomáticos trabajan duro para llegar a un acuerdo sobre cuestiones complejas, y que a veces lo consiguen. En la cumbre de Los Ángeles, 20 países firmaron una declaración conjunta sobre cómo abordar la migración, uno de los problemas más urgentes del hemisferio.
Pero aun así, esta reunión -más que la mayoría- planteó la cuestión de la utilidad de estas reuniones y de si merece la pena dedicarles tiempo y dinero. El Departamento de Policía de Los Ángeles declaró el mes pasado que esperaba gastar casi 16 millones de dólares en la vigilancia de este evento. Si a esto le añadimos el costo de los hoteles, los vuelos y la puesta en escena, la factura asciende a muchos millones más.
"Me gustaría pensar que todo el dinero gastado en traer a estos líderes de toda América ha merecido la pena y que algún día veremos los beneficios de estos anuncios que han hecho", dijo Gloria, una migrante mexicana de 36 años que protestaba frente al centro. "Pero para ser honesta, lo dudo mucho".
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