El profundo afecto por la reina refleja una vida de servicio extraordinario.
Fue en su primera visita oficial al extranjero, a Sudáfrica en 1947, cuando la futura reina Isabel II se comprometió, en una transmisión de radio, a dedicar su vida, "ya sea larga o corta", al servicio de su pueblo. Cumpliría ese voto hasta el final de un reinado que resultó ser el segundo más largo de cualquier monarca en la historia del mundo. Sin embargo, la reina era mucho más que una servidora de su pueblo. Se convirtió en un símbolo perdurable de identidad, un pivote en torno al cual su país cambió quizá más profundamente que durante el reinado de su longeva tatarabuela, Victoria.
Como uno de los rostros más reconocidos del planeta en una época en la cual se supone que la fama otorga el derecho a opinar, la reina respetó la convención de que los monarcas británicos se reserven su consejo sobre cuestiones políticas. En una época de intrusión mediática sin precedentes, comenzó a abrir la institución, pero no tanto como para desterrar la mística de la monarquía. Sin embargo, su propia resistencia imperturbable ante las desgracias familiares la convirtió, para el público, en una figura humana y cercana. Su fallecimiento, 17 meses después del de su esposo Philip, es un momento de profundo dolor para todos aquellos en todo el mundo sobre cuyas vidas influyó.
El afecto que le tenían reflejaba, sobre todo, un sentido del deber que parecía innato. La experiencia de la abdicación de su tío, Eduardo VIII, para casarse con la divorciada Wallis Simpson, que elevó a su padre, Jorge VI, a regañadientes al trono, reforzó la determinación de la joven Isabel de cumplir con las responsabilidades que le habían sido impuestas.
Cumplió con delicadeza una función constitucional a veces mal definida. Fue la confidente semanal de 14 primeros ministros, desde Winston Churchill en adelante; y pocos días antes de su fallecimiento, le tomó juramento a la decimoquinta, Liz Truss. Se mantuvo al margen de la política, salvo raras y discretas excepciones, como cuando expresó su deseo profundo de que el pueblo escocés "piense con mucho cuidado sobre el futuro", días antes del referéndum para la independencia de Escocia en el 2014.
Si difería en cuanto a la política con los primeros ministros –se decía que no le gustaba la oposición de Margaret Thatcher a las sanciones contra la Sudáfrica en la época del apartheid– no traicionaba las confidencias. Cuando Boris Johnson solicitó una dudosa suspensión del Parlamento mientras luchaba por lograr un acuerdo de salida de la UE, ella respetó la separación de poderes, concediendo discretamente la solicitud y dejando que el Tribunal Supremo la declarara ilegal.
Aprovechando las oportunidades del transporte moderno para viajar por el mundo, la reina fue la primera monarca británica en visitar muchas de las antiguas colonias, lo cual ayudó a incorporar, incluso cuando el imperio británico se estaba desmantelando, a unas 54 naciones en la asociación política de la Commonwealth.
Su propia dignidad magnificó el poder de un Reino Unido que disminuye lentamente. Como Reina, recibió o visitó a todos los presidentes de EEUU desde Eisenhower, exceptuando a Lyndon B. Johnson. Ella fue la figura permanente del país a través de sus transformaciones paralelas: de potencia imperial a miembro de la UE y luego independiente tras el Brexit, y de una sociedad socialmente conservadora, blanca y dominada por los hombres a un estado más liberal y multicultural.
Sus esfuerzos por modernizar la monarquía se esmeraron en seguir el ritmo de esos cambios. Con el paso de las décadas, se desprendió de algunas de las más costosas florituras y comenzó a reducir la institución. Los miembros menores de la realeza empezaron a desempeñar funciones reducidas y, en 1992, la reina aceptó que la monarca pagara el impuesto sobre la renta por primera vez desde la década de 1930.
La mayoría de las veces dirigía los asuntos oficiales de la "Firma" con asertividad pero los asuntos de su familia eran menos felices. La reina no tiene ninguna culpa personal de los primeros matrimonios desafortunados de tres de sus hijos. Pero la familia real manejó mal su relación con Diana, la princesa de Gales, a través de su presión sobre el príncipe Carlos para que buscara una pareja "adecuada" y su incomodidad con el eclipsante poder estelar de su novia. La muerte de Diana en un accidente automovilístico un año después de su divorcio, y el fracaso inicial de la reina en la muestra de empatía que exigía el público de 1997, fue uno de los momentos más difíciles de su reinado.
Las cicatrices de la pérdida de Diana se vislumbraron sobre la decisión del nieto de la Reina, el príncipe Harry, y de su esposa Meghan Markle, de renunciar a sus deberes reales y mudarse a EEUU. La búsqueda de una función para el segundo hijo de la Reina, Andrés, tras su propio divorcio y el fin de su carrera naval, le llevó a entablar una amistad con el empresario y agresor sexual Jeffrey Epstein, y a una eventual desgracia.
Si el apoyo a la monarquía ha repuntado a pesar de aquellos contratiempos, es, en gran parte, gracias a la estima personal de la reina y del esposo al que llamó "fuerza y permanencia", que parece aumentar con el paso de los años. La tarea de seguir renovándose recae ahora en Carlos como rey, en su segunda esposa, Camilla, como reina consorte y en el hijo mayor de Carlos, Guillermo, y su esposa Kate.
El reino que la Isabel II deja atrás se enfrenta a cuestiones mucho más amplias que su propia institución. Gran Bretaña ha perdido su propia fuerza y permanencia justo cuando está tratando de definir su lugar en el mundo para las próximas décadas. Muchas otras instituciones estatales parecen anticuadas o dañadas y la supervivencia del propio Reino Unido, de 315 años de antigüedad, no está necesariamente asegurada. El prestigio personal de la Reina, no solo en Inglaterra sino en las demás naciones del Reino Unido, era parte del pegamento que mantenía esta unión.
En algunos de los otros 14 países en los cuales seguía siendo jefa de Estado, su fallecimiento puede alentar una reconsideración de la monarquía de la que se abstuvieron mientras la reina permaneció en el trono. Y en algunas partes de la Commonwealth aumentan las exigencias de una reevaluación del pasado colonial británico, de disculpas y expiación, como la que experimentaron Carlos y Guillermo en sus difíciles viajes al Caribe durante el año pasado. El rey Carlos debe empezar a lidiar con estos asuntos a sus casi 80 años, y sin el mismo desborde de cariño público que su madre.
Sin embargo, los retos a los cuales se enfrenta ahora su país no son obra de la Reina. Si los reinados de las otras grandes monarcas femeninas de la historia inglesa y británica, Isabel I y Victoria, coincidieron con periodos de expansión nacional, a la segunda Isabel le correspondió ser el pilar de una nación que se adaptaba a un lugar cambiado en el mundo. Gracias a la gracia, la humanidad y la fortaleza con las cuales desempeñó ese papel, y a la profunda consideración que le profesaba su pueblo, el propio reinado de siete décadas de la reina Isabel II será recordado por la historia como nada menos que sobresaliente.
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