A los progresistas les gusta abrazar las causas nobles, pero pocas veces a costa de que se vea afectada su vida.
El proyecto de ley sobre energía limpia de Joe Biden acaparó los titulares cuando se aprobó en agosto. Ha sido, por mucho, la mayor medida que Estados Unidos ha adoptado para hacer frente al calentamiento global. Desgraciadamente, la semana pasada hubo pocos titulares que señalaran el ataque a las grandes esperanzas vinculadas a ese proyecto de ley. Una nefasta alianza de Republicanos y Demócratas de izquierda hundió un proyecto de ley que habría eliminado los trámites burocráticos para garantizar que los proyectos de energía limpia puedan seguir adelante. Lo que buscaban los Republicanos era obvio: acabar con todo lo que lleve el nombre de Joe Biden. El argumento de la izquierda Demócrata era contraproducentemente familiar: "Si no es perfecto, nos oponemos".
Este rasgo es una característica, no un defecto, de la izquierda progresista estadounidense. En este caso, los 72 legisladores Demócratas que se oponían, entre ellos Bernie Sanders de Vermont, objetaron que el proyecto de ley también habría permitido un ducto para gas natural en Virginia Occidental, lo que significaba combustibles fósiles. Sin embargo, también habría disminuido los kafkianos retrasos que obstaculizan la construcción de nuevas plantas solares, líneas de transmisión de tecnología limpia y parques eólicos financiados por la ley del verano pasado. Por haber permitido el fracaso del proyecto de ley, ahora será casi imposible que Biden cumpla su objetivo de reducir en un 50 por ciento las emisiones netas de carbono de Estados Unidos para finales de esta década.
Esto señala dos problemas de la izquierda estadounidense. El primero es que tiene el instinto de recurrir al gesto moral en vez de a la acción práctica. Muchos filósofos juzgan la bondad de una acción por su resultado: en este caso, reducir drásticamente las emisiones de carbono. Otros afirman que la moralidad de una acción debe juzgarse por su intención, en este caso, negarse a comprometer su reputación. Si uno quisiera saber por qué Nueva York sigue sin contar con un sistema de tarifas de congestión o por qué lo red ferroviaria de alta velocidad de California es un elefante blanco, debe enfrentarse a las preferencias morales de la izquierda. En ninguno de esos proyectos paralizados son los Republicanos el principal problema.
El segundo defecto de la izquierda es la hipocresía. El instinto NIMBY (acrónimo en inglés para "no en mi patio trasero") se esconde en todas partes a plena vista. Eso explica por qué las viviendas ultraliberales de San Francisco son inasequibles: los ricos no quieren que el valor de sus propiedades se vea deteriorado por la construcción ni que sus barrios se llenen de gente incorrecta. Explica porqué los residentes de la rica isla vacacional de Nantucket se oponían a la construcción de un parque eólico marino con el endeble argumento de que iba a molestar a las ballenas locales. La realidad es que no quieren que se les estropee la vista. Podría haber sido el primer gran parque eólico marino de Estados Unidos. El anterior intento, en la cercana localidad de Cape Cod, se interrumpió en parte con la muerte del difunto Ted Kennedy, senador local y vástago de la familia del complejo en el puerto de Hyannis.
El denominado “nimbysmo” capta los dos peores rasgos de la izquierda: a menudo, los que más alto profesan sus principios son los que se apresuran a vetar cualquier cosa que altere sus propias vidas. El economista Tyler Cowen califica el problema de "sin sentido": no construir absolutamente nada cerca de nada. La izquierda y los Republicanos están obstaculizando la transición hacia la energía limpia en Estados Unidos.
Según una ley de política medioambiental de 1970, los proyectos tardan un promedio de 4,5 años en completar sus evaluaciones de impacto. Eso antes de litigios y otros costos adicionales. El principal defecto de la ley es que hace más hincapié en las opiniones de las comunidades locales que en los beneficios para millones de personas que viven en otros lugares. Una y otra vez, la experiencia demuestra que la "participación comunitaria" es acaparada por jubilados adinerados y abogados con tiempo libre. La ley se redactó antes de que el calentamiento global se convirtiera en un problema.
Lo mismo cabe decir de la normativa nuclear estadounidense. Prácticamente nada ha cambiado en la industria nuclear civil estadounidense desde el accidente nuclear de Three Mile Island en 1979. Aunque nadie murió en aquel accidente, la Comisión Reguladora Nuclear de Washington ha hecho casi imposible la construcción de una nueva central. El mayor error de Angela Merkel, la ex canciller alemana, fue cerrar el sector de energía nuclear del país en 2011. Eso dio a Rusia un control aún mayor sobre la energía alemana y ayudó a envalentonar a Vladimir Putin.
El rechazo que tiene Estados Unidos hacia la nueva energía nuclear es el equivalente a fuego lento del error cometido por Merkel. Solo 10 estadounidenses han muerto a causa de la energía nuclear civil, ninguno por radiación. El año pasado decenas de miles de estadounidenses murieron a causa de la contaminación atmosférica. Es más que obvio que Estados Unidos debe expandir sus fuentes de energía nuclear si quiere llegar al cero neto. El viento y el sol por sí solos no serán suficientes.
Los progresistas estadounidenses insisten acertadamente en que el calentamiento global representa la "mayor amenaza existencial" para la humanidad. Esa frase debe ampliarse e incluir a " ... salvo por nuestros temores exagerados a una fusión nuclear", o " ... solo si no daña el valor de nuestras propiedades". En algún momento, la izquierda estadounidense deberá elegir con cuál de los dos mundos quedarse.
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