Las manifestaciones contra los resultados electorales y el gobierno del recién posesionado presidente Lula da Silva, que llevaron a las invasiones del Congreso Nacional, el Supremo Tribunal Federal y el Palacio del Planalto, sede de la Presidencia de la República, podrían ser el comienzo de un largo proceso de deslegitimación de la democracia, similar al que llevan a cabo partidarios de Donald Trump en EEUU. FOTO: EFE/Sáshenka Gutiérrez.
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Los acontecimientos de Brasilia presentan ecos del 6 de enero en Washington.

Las similitudes con la insurrección del 6 de enero en Washington son sorprendentes. Una multitud de manifestantes de extrema derecha irrumpe en el Congreso tras negarse a aceptar la derrota en las elecciones presidenciales. Los extremistas saquean edificios emblemáticos antes de que las fuerzas de seguridad los desalojen. Se culpa a un icono de la extrema derecha de incitar los disturbios.

Las diferencias entre los acontecimientos del domingo en Brasilia y los de la capital estadounidense casi exactamente dos años antes también fueron notables. A diferencia de Donald Trump, Jair Bolsonaro ya había dejado la presidencia (aunque sin conceder explícitamente la derrota) y se lo vio por última vez en el extranjero, en Florida. Tampoco hubo ningún intento serio tras las elecciones brasileñas del pasado octubre de anular la victoria del veterano izquierdista Luiz Inácio Lula da Silva, que aceptaron sin rechistar los principales aliados políticos de Bolsonaro. A diferencia de Trump, Bolsonaro no dio ningún apoyo público a la insurrección, aunque el brasileño solo se mantuvo al margen tras su fracaso.

No se trata de restar importancia a los peligros que aún acechan. Algunos aspectos de los problemas del domingo en Brasilia fueron más graves que los de Washington. La multitud asaltó el Congreso, el Palacio Presidencial y la Corte Suprema, un trío de obras maestras de la arquitectura modernista agrupadas alrededor de una plaza ubicada en el corazón de la capital de los años cincuenta.

Se vio que algunos policías estaban tomándose fotos con los manifestantes en lugar de impedirles ocupar la sede del gobierno. La insurrección surgió tras semanas de protestas por parte de partidarios extremistas de Bolsonaro acampados frente a bases militares pidiendo un golpe de estado. Se ha puesto en duda la lealtad del gobernador de Brasilia, aliado de Bolsonaro, y de algunos policías de la capital.

Pero, como en varias ocasiones anteriores durante los caóticos cuatro años que Bolsonaro estuvo en el poder, cuando la joven democracia brasileña estuvo a prueba, las instituciones clave se mantuvieron firmes y se defendió el Estado de Derecho. Lula respondió con moderada ira. Ordenó a las fuerzas federales que tomaran el control de la seguridad de la capital y pidió que los alborotadores fueran castigados conforme a la ley. La Corte Suprema suspendió de su cargo al gobernador de Brasilia y ordenó desalojar los campamentos de protesta.

Los generales brasileños, que gobernaron el país durante 21 años hasta 1985, se han mantenido fieles a la Constitución. La rápida condena internacional de la fallida insurrección del domingo no debería dejarles ninguna duda sobre la fuerza del apoyo al gobierno de Lula que apenas comienza.

En sus dos primeros mandatos, Lula se ganó la reputación de hábil negociador y pragmático, capaz de luchar contra la pobreza manteniendo el crecimiento económico. Ahora quiere repetir ese mismo truco en circunstancias económicas y políticas mucho más difíciles. El ataque del fin de semana al Congreso recalcó la difícil tarea que tiene por delante. El nuevo presidente debe resistirse a los dogmas estrechos, gobernar para la gran mayoría de los brasileños e intentar unir a una nación profundamente dividida.

Bolsonaro debería condenar a los alborotadores del domingo de manera más enérgica de lo que ha hecho hasta ahora, y dejar claro que solo buscará el poder a través de las urnas. El floreciente movimiento conservador brasileño debe ser democrático.

El espectáculo del domingo en Brasil demuestra la amenaza permanente que supone para la democracia el extremismo de la ultraderecha. Bolsonaro y Trump eran estrechos aliados y entre las pocas personas que expresaron públicamente su apoyo a los alborotadores de Brasilia se encontraba el antiguo ideólogo del ex presidente estadounidense, Steve Bannon. Al igual que en Estados Unidos, las plataformas de las redes sociales fueron un importante vehículo para que los extremistas difundieran mentiras sobre el fraude de las elecciones y organizaran un asalto ilegal al Congreso como preludio de una insurrección mayor. Puede que dos de sus líderes hayan perdido el poder, pero la extrema derecha mundial dista mucho de estar muerta.

La Junta Editorial

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