La promesa era conocerte mejor. Terminas dándole explicaciones a un anillo. Oura, Apple Watch, Fitbit… La obsesión con los wearables de salud nos vendió control, pero a muchos les está generando lo contrario: ansiedad. Lo que empezó como un regalo navideño para dormir mejor, terminó en compras impulsivas de tensiómetros y ataques de pánico por un score bajo de “readiness”.
Cuando el dato manda. No es que los datos estén mal, el problema es que dejamos de confiar en el cuerpo. En un completo artículo de The New York Times, Madison Malone Kircher cuenta cómo algunos jóvenes pasaron de la curiosidad a la hipervigilancia. Una ligera variación en la frecuencia cardíaca, y ya están en la farmacia comprando medidores o en Google buscando diagnósticos. La promesa de bienestar termina pareciéndose a una nueva forma de angustia.
Del wellness al desgaste. La paradoja es brutal: mientras más medimos nuestro descanso, menos descansamos. Mientras más vigilamos nuestra salud, más nos enfermamos de ansiedad. Como dijo una usuaria, “me estaba estresando más por pensar en lo estresada que estaba”. Intentar optimizar lo que debería ser instintivo —como dormir o simplemente parar— puede terminar saboteando justo eso.
Tecnología con complejo de oráculo. Hay una lógica que se ha colado en el día a día: si no lo mide el reloj, no vale. Ya no sentimos algo, lo consultamos. Ya no decidimos descansar, esperamos que nos lo indique un dashboard. La autoridad de la experiencia está migrando hacia un dispositivo. Y no estamos hablando de diagnóstico médico, sino de una confianza ciega en un número sin contexto. ¿Y si solo respiramos? Muchos terminaron haciendo lo más simple: quitarse el anillo. Volvieron al cuerpo. Volvieron a dormir.
La solución, en varios casos, no fue un update ni una nueva app. Fue recuperar esa vieja capacidad de escucharnos sin intermediarios.