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Subsidios, soda y azúcar: El cóctel perfecto de una epidemia silenciosa

Foto. Death to stock

En Estados Unidos, pocas sustancias están tan normalizadas y tan invisiblemente presentes como el azúcar. Está en los cereales, las salsas, el pan de molde y, por supuesto, en las bebidas. De hecho, según datos recientes, el estadounidense promedio consume cerca de 80 libras de azúcar al año, es decir, aproximadamente 99 gramos diarios, casi el triple de lo recomendado por la Asociación Americana del Corazón.

Este exceso de azúcar no ocurre por accidente. Se trata de una combinación entre cultura alimentaria, hábitos de consumo y, sobre todo, una política económica que subsidia su presencia.

Subsidios que endulzan la industria

Uno de los factores clave en la proliferación del azúcar en la dieta estadounidense es la existencia de subsidios agrícolas, particularmente al maíz, del que se deriva el jarabe de maíz de alta fructosa (JMAF). Este edulcorante, más barato que el azúcar de caña y más estable para productos industriales, se encuentra en la mayoría de bebidas azucaradas y snacks procesados desde los años 80.

El gobierno federal destina miles de millones de dólares en subsidios a la producción de maíz. Solo en 2022, los agricultores estadounidenses recibieron más de $2.5 mil millones en subsidios al maíz, lo que mantiene bajo el costo del JMAF. Esto permite que productos con altas concentraciones de azúcar sean, paradójicamente, más baratos que alimentos frescos o saludables.

Como consecuencia, una soda puede costar menos de $2, mientras que un jugo 100% natural o una ensalada sencilla puede superar los $5. El sistema está diseñado, directa o indirectamente, para favorecer el acceso al azúcar.

Asistencia estatal

El impacto de esta política no se limita al supermercado. También alcanza los programas de asistencia alimentaria. En el marco del Supplemental Nutrition Assistance Program (SNAP), más conocido como cupones de alimentos, uno de los productos más adquiridos por los beneficiarios es la soda.

Un estudio publicado por el USDA encontró que alrededor del 5% del presupuesto total de SNAP se destina a bebidas azucaradas. Esto ha generado fuertes debates sobre si deberían establecerse límites a los productos que pueden comprarse con estos fondos públicos.

Las grandes compañías no se han mantenido al margen. En 2023, el Wall Street Journal reveló que Coca-Cola y PepsiCo han cabildeado activamente para evitar que se restrinja el uso de SNAP en la compra de sus productos.

La cultura del azúcar

Más allá de lo económico, el azúcar está profundamente arraigado en la vida cotidiana estadounidense. Desde celebraciones escolares hasta rutinas laborales, las bebidas azucaradas se han vuelto parte integral de la cultura.

La industria ha logrado construir una narrativa de placer, recompensa e identidad en torno al azúcar. A esto se suma la disponibilidad en todas partes: máquinas expendedoras, estaciones de servicio, supermercados y hospitales. Y la publicidad, por supuesto, hace su parte: en 2022, las marcas de bebidas azucaradas gastaron más de $1,000 millones en marketing solo en EE.UU.

¿Qué se está haciendo?

Algunas ciudades han implementado medidas para frenar el consumo. En Berkeley, California, el primer municipio en introducir un “sugar tax” en 2014, los resultados fueron significativos: el consumo de bebidas azucaradas disminuyó en un 21% en el primer año, y los ingresos recaudados se destinaron a programas de salud pública.

Otras ciudades como Filadelfia, Seattle y San Francisco han seguido su ejemplo, aunque enfrentan oposición de grupos empresariales que argumentan que este tipo de impuestos afectan más a las comunidades de bajos ingresos.

También se han propuesto reformas a nivel federal. El político Robert F. Kennedy Jr., por ejemplo, ha sugerido eliminar los subsidios al jarabe de maíz para encarecer su producción y reducir su uso industrial.

Sin embargo, hasta ahora estas propuestas no han logrado avanzar en el Congreso.


¿Y el consumidor?

En medio de este panorama, el consumidor queda atrapado entre las políticas públicas, la presión del mercado y la fuerza de la costumbre. Aunque muchas personas están más conscientes del impacto del azúcar en su salud, los cambios de comportamiento requieren tiempo, acceso a información clara y opciones realmente asequibles.

El azúcar no es solo una elección individual. Es también el resultado de una estructura económica, política y cultural que ha convertido lo dulce en un pilar del consumo cotidiano.

¿La solución? No parece haber una única respuesta. Pero está claro que el primer paso será reconocer que el azúcar en Estados Unidos no es solo un ingrediente: es un sistema entero.

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