Mientras se discutía en el Congreso si aumentar o no el gasto militar, algunos legisladores aprovecharon para hacer lo suyo en Wall Street: comprar acciones de las mismas empresas que luego se verían beneficiadas con contratos y fondos federales. Todo legal, claro. Lo manejan “asesores externos” y lo reportan dentro del plazo. Pero cuando inviertes en compañías que tu propio comité supervisa, la línea entre representación pública e interés personal empieza a difuminarse.
No es una movida nueva. El caso más famoso es el de Nancy Pelosi y su esposo Paul. En 2024, sus inversiones generaron entre $7.8 y $42.5 millones, y su patrimonio familiar se estima entre $257 y $413 millones. Todo esto con un salario público de poco más de $200,000 al año. Un ingreso normalito… para una fortuna que ya se codea con la élite empresarial.
Es ahí donde la desconfianza crece. Porque si puedes votar por un aumento en defensa y al mismo tiempo beneficiarte de que suban las acciones de las empresas contratadas, ¿a quién estás representando realmente? Mientras tanto, sigue en pausa cualquier intento serio de prohibir que congresistas y sus familiares jueguen en bolsa como si no tuvieran información privilegiada.