Con la firma de una nueva orden ejecutiva, Trump cumple una promesa de campaña: enfrentar la crisis de personas sin hogar de frente, con un enfoque de control, tratamiento obligatorio y limpieza del espacio público. Lo hace en un contexto donde más de 770,000 personas viven en situación de calle, y en el que la percepción de inseguridad urbana se convirtió en un activo político más que valioso.
La orden refleja un cambio claro de prioridades: menos fondos para el Housing First y más recursos para ciudades que prohíban los campamentos y adopten mano dura.
Pero, ¿cómo se van a aplicar estas nuevas políticas? ¿Está el sistema capacitado para atender a tantas personas con las autorizaciones de tratamientos psiquiátricos forzosos? ¿Se puede sostener esta idea en medio de tantos recortes incluso los mismos programas que apoyan estos tratamientos? Las respuestas quedan en el aire, pero el mensaje no.
Durante 20 años, hubo consenso en que la mejor forma de abordar el problema era ofrecer primero una vivienda, y después tratamiento. Esa estrategia redujo la reincidencia en muchos casos, pero no detuvo el crecimiento del problema. La pregunta, entonces, no es si hay que cambiar la estrategia. La pregunta es si este nuevo enfoque resuelve algo.
La narrativa implícita es que la crisis de la calle también es una crisis de gobernabilidad. Y que el Estado —o al menos esta administración— debe mostrarse firme. Firmeza que, por cierto, también se traduce en votos.