Cuando un gobierno decide que la historia necesita alinearse con su narrativa, el problema ya no es solo qué se exhibe en un museo, sino quién controla la memoria colectiva. La Casa Blanca habla de “rescatar el orgullo nacional” y de limpiar a los museos de lo que llama un sesgo ideológico. Para muchos, esto no es un debate académico, sino un movimiento político con efectos profundos: reducir la historia a un relato oficial, más cómodo para el poder pero menos útil para entender la realidad. Y en esa tensión —entre memoria completa y memoria editada— se juega hoy parte del futuro cultural de Estados Unidos.
GUERRA CULTURAL
El propio presidente no lo dejó en dudas. En Truth Social escribió que los museos estaban “contaminados por una ideología que odia a nuestro país” y que era hora de “poner fin a la propaganda izquierdista disfrazada de historia”. El mensaje encajó como línea oficial: la cultura también se convirtió en un campo de batalla político, con el arte y la memoria puestos al servicio de un relato de nación fuerte y sin contradicciones.
- El proyecto de revisión. La administración notificó al Smithsonian que sus contenidos serían sometidos a un proceso de revisión para “garantizar la celebración del excepcionalismo americano y eliminar narrativas divisivas”. En palabras simples: filtrar qué pasado merece ser contado y qué episodios es mejor suavizar. Para Sarah Weicksel, directora de la American Historical Association, esto representa “un riesgo directo a la integridad de la interpretación histórica” y un golpe a la confianza pública en museos que, hasta ahora, estaban entre las instituciones más respetadas del país.
- La advertencia de los historiadores. Decenas de asociaciones del sector reaccionaron y no para bien. La American Alliance of Museums, que representa a 35,000 profesionales, denunció “amenazas crecientes de censura” y alertó que la medida tendrá un “efecto de enfriamiento” en toda la red de museos. Annette Gordon-Reed, historiadora de Harvard y premio Pulitzer, fue aún un poco más ruda. “Censurar para imponer un relato triunfalista es la antítesis de la práctica histórica. Es un modo de mantener a la gente en la ignorancia sobre lo que realmente pasó”. Y mucha razón ha de tener.
- Desde la Casa Blanca defienden la iniciativa como un esfuerzo para unir al país en torno a un relato común y recuperar el espíritu de los padres fundadores. Los voceros insisten en que no se trata de censura, sino de “equilibrar las exhibiciones para que reflejen valores positivos y no solo heridas del pasado”. El problema, como señalan expertos, es que esa búsqueda de equilibrio suele traducirse en restar visibilidad a temas incómodos como la segregación, el colonialismo o la desigualdad racial.
EL IMPACTO MÁS ALLÁ DEL SMITHSONIAN
Aunque el Smithsonian no forma parte del Ejecutivo, su financiamiento federal y su Junta de Regentes, que incluye al vicepresidente, lo dejan expuesto a presiones políticas. En junio, la institución ya había comenzado una revisión propia de contenidos, pero ahora enfrenta la orden de “colaborar constructivamente” con la Casa Blanca.
El riesgo, dicen los expertos, es que esta intervención se replique en museos locales y centros históricos, creando una memoria colectiva adaptada al guion oficial: menos esclavitud y divisiones, más “grit, resilience, perseverance”. O como ironizan algunos académicos: una historia con final feliz, pase lo que pase en el medio.