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Anduril y el nuevo club de defensa

Anduril se presenta como respuesta a un problema real: programas militares que tardan décadas en salir y cuestan fortunas.

Foto: EFE

Anduril no es cualquier start-up tech. Fundada en 2017 por Palmer Luckey (sí, el creador de Oculus que salió de Meta en polémica), esta empresa de defensa se ha convirtió en aliada del Pentágono. Su propuesta es clara: traer la velocidad, la estética y el capital privado de Silicon Valley a un sector que suele avanzar a ritmo burocrático. En un momento en que Estados Unidos busca contrarrestar a China y Rusia, Anduril no solo vende drones, sensores o submarinos autónomos, también vende la idea de que la guerra se puede escalar como un software. 

Ahí es donde su negocio se mezcla con la política: redefine cómo y a quién compra el gobierno federal.

Friendly reminder: Luckey fue sacado de Meta en 2017 luego de donar unos $10,000 a la organización pro-Trump Nimble America, dedicado a cambiar el rumbo de las elecciones mediante la magia de los memes y el shitposting. Meta negó que su salida se deba a sus creencias políticas, pero ajá, siempre se saben cosas: algunos correos internos (filtrados) sugieren presión por parte de ejecutivos para que cambiara públicamente su postura. Pero no pasó.

Lo que se dice es que Anduril está en racha: contratos multimillonarios con Australia para sus submarinos autónomos Ghost Shark, un acuerdo de $159 millones con el Ejército para su sistema Soldier Borne Mission Command y otro con la Marina para diseñar wingmen drones.

La compañía —valorada en más de $30 mil millones— está empujando en tierra, mar y aire a la vez, un movimiento que la acerca al club exclusivo de contratistas como Boeing o Northrop Grumman. Lo que no se dice tan alto: este avance es también un test de cuánto poder le quiere dar Washington a nuevos jugadores en defensa.

Anduril se presenta como respuesta a un problema real: programas militares que tardan décadas en salir y cuestan fortunas. Sus ejecutivos repiten que “la física del campo de batalla ha cambiado” y que se necesitan sistemas masivos, baratos y rápidos. Pero detrás del discurso hay interrogantes técnicas y políticas. ¿Estos sistemas no tripulados reemplazarán capacidades tradicionales o solo las complementarán? ¿Estamos delegando demasiado en la promesa tecnológica antes de que se pruebe en escenarios reales?

Punto de inflexión. Anduril responde a inversionistas privados, no a votantes. Si logra acelerar la innovación defensiva, perfecto. Pero si termina definiendo el futuro de la guerra sin un debate público serio, es un asunto de seguridad nacional tanto como de democracia. En otras palabras, no basta con saber si Anduril puede construir, hay que preguntarse bajo qué reglas, con qué controles y con quién comparte el poder que está acumulando.

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