¿Se puede gobernar en las redes sociales? Parece que es la nueva forma de hacer política, o por lo menos en la Casa Blanca.
Un mensaje de Trump en Truth Social, dirigido a “Pam”, dio mucha tela que cortar. El presidente pidió públicamente —aunque algunos dicen que el mensaje pudo haber sido pensado como privado— que su Attorney General, Pam Bondi, procesara a tres de sus “enemigos” políticos: el exdirector del FBI James Comey, la fiscal general de Nueva York Letitia James y el senador demócrata Adam Schiff. Tres semanas después, dos de ellos ya fueron acusados formalmente. No por casualidad, sino por cumplimiento.
Comey enfrenta cargos por supuestamente mentir al Congreso. James, por presunto fraude hipotecario. Ambos niegan los señalamientos. Y aunque Schiff todavía no ha sido imputado, el mensaje fue recibido alto y claro: quienes aparecen en la lista de enemigos del presidente saben que pueden ser los próximos. La instrucción presidencial no fue ambigua —y el resultado, tampoco.
Bondi, quien ha sido una leal aliada de Trump desde sus días en Florida, actuó con rapidez. Nombró como fiscal en Virginia a Lindsey Halligan, una abogada sin experiencia penal pero con un pasado útil: fue parte del equipo legal que defendió al propio Trump en sus juicios anteriores. Fue Halligan quien llevó personalmente las acusaciones al gran jurado, un procedimiento que normalmente realizan fiscales de carrera. Es decir, el mensaje bajó del escritorio presidencial al tribunal sin pasar por las capas institucionales que históricamente separaban la política de la justicia.
Durante su primer mandato, los intentos de Trump por “encarcelar a sus enemigos” chocaban con los límites del Departamento de Justicia, que —al menos en teoría— debía operar con independencia. En 2020, el entonces fiscal William Barr llegó a quejarse públicamente de los tuits del presidente porque dificultaban mantener “la integridad del trabajo del DOJ”. Esa contención ya no existe. En su segundo mandato, Trump ha colocado figuras completamente leales en el gabinete, y su influencia sobre el aparato judicial es más directa que nunca.
La Casa Blanca insiste en que se trata de “restaurar el equilibrio” tras lo que consideran una era de persecución política contra Trump durante la administración Biden. Pero la diferencia es que, en aquel entonces, las investigaciones contra Trump fueron dirigidas por un fiscal especial independiente y no por órdenes presidenciales explícitas.
En el fondo, el caso revela algo más grande: el poder del mensaje en la era Trump. Un post en redes, una instrucción sin protocolos, puede tener consecuencias judiciales reales. Lo que antes era retórica electoral hoy es política institucional. En este nuevo orden, parece que la obediencia no necesita órdenes firmadas —solo una mención en Truth Social.