El acuerdo firmado tras la Cumbre de Jefes de Estado europeos con el gobierno turco el 18 de marzo pasado concedió 6.000 millones de euros a Turquía, clasificado anteriormente por la propia UE como “país no seguro”, para que gestione todo el flujo migratorio hacia Europa, incluidos los demandantes de asilo por motivos políticos. Este hecho ha recibido quejas de la ONU y de ONGs como Médicos Sin Fronteras que cuestionan la legalidad del acuerdo y que se pone en peligro la vida de miles de seres humanos que se encuentran en situación desesperada.
El Papa Francisco ha calificado a esta crisis humanitaria como la peor después de la Segunda Guerra Mundial, pero los países más ricos del mundo han sellado sus fronteras con vallas electrificadas o llenas de afiladas cuchillas, vigiladas por un cuerpo especial de policía (Frontex) que disuade violentamente a quienes pretenden entrar en Europa.
Los campos de refugiados de los países que están en la frontera del llamado espacio Schengen —delimitado por los miembros de la Unión— se han convertido en auténticos campos de concentración dominados por las mafias de trata y tráfico de personas, donde se dificulta la labor o se expulsa a las organizaciones humanitarias que dan asistencia médica y provisión de alimentos a las personas allí retenidas, se constatan frecuentes agresiones y violencia policial y donde no puede esperarse el amparo institucional ni gubernamental.
Se les llama refugiados, pero en realidad, son personas que no encuentran refugio en ninguna parte. El término más aproximado a su realidad es el de transmigrantes: personas que transitan por países o lugares sin llegar a establecerse o quedarse en alguna parte.
“Entre 2000 y 2013, más de 23.000 seres humanos perdieron la vida en el intento de llegar a las puertas de la Unión Europea”, nos recuerda Delmi Álvarez, fotógrafo, documentalista y estudioso de la antropología histórica, en su trabajo “Transmigrants-in progress” (www.delmialvarez.com/transmigrants/) donde se documenta y refleja esta epopeya que caracteriza a las nuevas migraciones del S. XXI.
“Nacemos emigrantes o descendemos de ellos, esto forma parte de nuestra historia desde el principio de la humanidad”, dice Álvarez y con esa seguridad explica su interés e implicación en divulgar y documentar para futuras generaciones el horror de este gran fracaso político que empieza a provocar airadas protestas de la ciudadanía europea, dividida entre el sentimiento solidario ante esta tragedia, y el miedo y el aumento de la xenofobia que crece día a día por los atentados del terrorismo islamista.
El 21 de marzo, tres días después del acuerdo con Turquía, Bruselas fue objeto de un brutal atentado en pleno centro de la ciudad que dejó una treintena de muertos y unos 200 heridos. El sentimiento de repulsa es unánime, pero convive con la empatía y la preocupación por el desamparo que miles de personas sufren en su intento de huir de ese mismo terror en sus países de origen.
“Europa será un geriátrico en 2050”, explica con rotundidad Delmi Álvarez, que no se explica por qué se rechaza acoger a una cantidad pequeña de personas -comparada con el total de la población europea- y que, a diferencia de otras épocas, tienen alta cualificación y recursos económicos, por lo que no supondrían una carga directa sobre la economía de la región sino, al contrario, “podrían rejuvenecer la pirámide invertida en que se ha convertido la demografía europea”. Este fotógrafo y documentalista ha recorrido prácticamente la totalidad del planeta en sus búsquedas de testimonios de los fenómenos migratorios.
Antes de “Transmigrants (in progress)”, su trabajo más destacado en esta materia fue “Gallegos en la Diáspora”. Galicia, junto a Irlanda, Italia y las personas de etnia judía, marcaron los contingentes mayores de inmigrantes a América a lo largo de los siglos XIX y XX. Su origen gallego le hace buen conocedor de esta parte de la historia de su pueblo que se ha expandido por todo el orbe.
En su permanente ir y venir, Álvarez hizo una larga pausa en Letonia, a donde había ido para investigar el paso de refugiados por la frontera con Rusia, y en los últimos años ha recalado en Bruselas donde trabaja como freelance en el Parlamento Europeo y para Agencias de prensa internacionales.
“Preferimos morir a matar”
En marzo de este mismo año, con la llegada de las lluvias y el agravamiento de la situación en el campo de refugiados de Idomeni, en Grecia, Delmi Álvarez pasó dos semanas fotografiando el drama de más de 12.000 personas que se encuentran allí retenidas. Le conmovieron, especialmente, los niños y las mujeres: “hay miles de niños que vagan solos, separados de sus padres por las propias autoridades, o perdidos”. Generalmente, son secuestrados por mafias para el comercio sexual.
Las violaciones y todo tipo de abusos sexuales a mujeres, niñas y niños en los trayectos y en los propios campos también están a la orden del día. Es un espanto por la indefensión y el desamparo en que se encuentran. Además de las víctimas que consiguen sobrevivir, se calcula que se producen diez muertes diarias de las cuales, dos, son de menores de edad.
Otra mafia campa a sus anchas por este mundo donde la carne humana ha vuelto a convertirse en mercancía. Es la que proporciona transporte y promete el paso de las fronteras a quienes salen de sus países convencidos de que podrán llegar, gracias a ellas, a sus destinos que suelen ser Alemania, Reino Unido o Finlandia. Llegan a cobrar hasta 35.000 euros por persona pero lo más frecuente es que les sustraigan la documentación y el dinero. Casi nadie consigue su objetivo. Tienen que atravesar ríos helados, esquivar a la policía, esconderse en camiones donde se tapan la cabeza, hasta la asfixia, con bolsas de plástico para que su respiración no sea detectada por los equipos termográficos que los revisan, o incluso meterse en las partes inferiores de trenes donde tienen nulas posibilidades de sobrevivir. Pero lo siguen intentando.
“Preferimos morir a matar”, le dijeron al hombre de elevada figura y mirada penetrante, cuando preguntó por qué asumían tantos peligros al huir de sus países en guerra. Delmi Álvarez cree que esa convicción sintetiza la tragedia de una población que responde civilizadamente a una situación de barbarie. Los transmigrantes de Idomeni son la evidencia de un inmenso fracaso político y nos abren al espanto de las nuevas guerras globalizadas de las que ya nadie puede sentirse a salvo.