Los índices bursátiles todavía se mueven como si la economía pudiera corregirse con un buen tweet, pero el verdadero termómetro está en los muelles de Los Ángeles y Long Beach. Allí, la llegada de carga caerá 35 % este año, según su director Eugene Seroka, porque “los grandes retailers han frenado casi todos los envíos desde China”. Si esos dos puertos concentran el 31 % del tráfico en contenedores de EEUU, el apagón logístico no es un dato sectorial: es un aviso de paro cardíaco para la cadena de suministro nacional.
De Wall Street a los muelles: dos relojes que marcan horas distintas. Las acciones suben o bajan en cuestión de segundos; los barcos, en cambio, tardan semanas en llegar y meses en reprogramarse. Esa diferencia temporal explica por qué la Bolsa todavía no cotiza el daño real de la guerra de tarifas: los contratos de carga que hoy se cancelan dejarán estantes vacíos y fábricas ociosas dentro de un trimestre. Es el efecto látigo, pero en escala oceánica: primero se frenan los pedidos, luego se desploman los inventarios y finalmente llega el ajuste de empleo. Uno de cada nueve puestos de trabajo en el sur de California depende de esos puertos; la aritmética social es tan cruda como los datos comerciales.
Logística en modo ‘calambre crónico’. A diferencia del shock pandémico —donde la demanda renació en V y los contenedores se reacomodaron—, la incertidumbre arancelaria genera parálisis prolongada. Aunque mañana desaparecieran los recargos, expertos portuarios estiman entre nueve y doce meses para normalizar flujos y precios. En ese intervalo, transportistas sin carga quebrarán, minoristas encarecerán productos y las grandes empresas pospondrán inversión. Mirar solo el tablero de Wall Street es perder la mitad de la película: los barcos vacíos que hoy atracan en la costa oeste son los créditos impagados, los despidos y la inflación de mañana.