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La Constitución no se negocia, ¿o sí? (depende a quién le preguntes)

Donald Trump ha vuelto a dejar claro que para él, la presidencia no se trata de gobernar dentro de los límites del sistema, sino de redibujar el sistema mismo. En una reciente entrevista con NBC, el presidente insinuó que obedecer la Constitución no es necesariamente una obligación

FOTO: EFE

Donald Trump ha vuelto a dejar claro que para él, la presidencia no se trata de gobernar dentro de los límites del sistema, sino de redibujar el sistema mismo. En una reciente entrevista con NBC, el presidente insinuó que obedecer la Constitución no es necesariamente una obligación.

Preguntado directamente sobre si creía estar obligado a respetarla, su respuesta fue: “No lo sé”. No dijo que no. Pero tampoco dijo que sí. Y eso lo dice todo.

Este tipo de respuesta no es un lapsus ni una provocación pasajera: es parte de una estrategia más amplia, en la que Trump se presenta como un líder por encima de las reglas. Desde el inicio de su segundo mandato, ha moldeado la presidencia como una especie de trono ejecutivo, donde la ley, las normas y hasta los fallos judiciales se interpretan según su conveniencia.

¿Qué ocurre cuando un presidente actúa como si el contrato democrático estuviera sujeto a sus caprichos? Estamos empezando a descubrirlo.

Trump no solo ha desafiado instituciones. Las ha ignorado. Desde desobedecer sentencias de la Corte Suprema sobre migración, hasta sugerir —en tono ambiguo— que un tercer mandato no está del todo fuera de discusión. El poder, en este modelo, ya no es algo que se ejerce en nombre de la Constitución, sino a pesar de ella.

El due process abandonó el grupo

Uno de los puntos más calientes de la entrevista con Kristen Welker fue su referencia al “due process” (debido proceso). Trump habló de la posibilidad de aplicar medidas extraordinarias para enfrentar la migración ilegal y la criminalidad —incluyendo deportaciones sin juicio ni revisión judicial.

Su visión: el proceso judicial es lento, obsoleto y, sobre todo, un obstáculo. Para un líder que se siente con autoridad moral para actuar sin trabas, el sistema legal es secundario.

El desprecio por los mecanismos de control es palpable también en su manejo de las instituciones. Universidades, tribunales, despachos de abogados y medios de comunicación son blancos frecuentes de sus ataques.

Su administración ya ha dado señales de que su equipo ha sido cuidadosamente seleccionado para evitar cualquier forma de contradicción interna. Funcionarios leales, que no le discutan. En otras palabras, un gabinete a prueba de conciencia.

El poder del sentido del humor

Incluso su sentido del humor —siempre presente, siempre disruptivo— se ha convertido en una herramienta de poder. El meme en el que aparece como papa, compartido en su red Truth Social, no es solo una broma: es un símbolo. Para sus seguidores, es un gesto de irreverencia contra el establishment. Para sus críticos, una señal más de su creciente culto a la personalidad.

¿Hasta dónde puede llegar esta lógica? Si Trump sigue gobernando como si la Constitución fuera optativa, la democracia estadounidense podría enfrentarse a una erosión silenciosa. No a través de un golpe de Estado clásico, sino mediante una sucesión de actos “normales”, legales en apariencia, pero que poco a poco debilitan las bases republicanas.

En una democracia, el poder se basa en la ley. Cuando el líder máximo comienza a actuar como si esa ley le perteneciera, ya no estamos ante una presidencia: estamos ante una transformación peligrosa de la naturaleza del poder.

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