Por primera vez en dos milenios, el “Habemus Papam” vino con acento de Chicago. Robert Francis Prevost —ahora León XIV— no es el cardenal mediático que figuraba en las quinielas, pero llegaba con un currículum que pisa tres continentes: misionero y obispo en Perú, gestor de los agustinos en medio mundo y, hasta ayer, el hombre que elegía y removía obispos desde un despacho clave en el Vaticano.
Con 69 años y triple ciudadanía (EEUU, Perú, Santa Sede) encarna una rareza geopolítica: un Papa nacido en la superpotencia que más católicos pierde, formado en el sur global y curtido en la burocracia romana que vigila el resto.
Continuidad pastoral, incógnita doctrinal. Sus discursos hablan de “Iglesia de puertas abiertas” y de obispos “sin corona de príncipes”, una sintonía pastoral con Francisco. ¿Y sobre los nudos calientes? Quienes lo tratan lo describen como prudente: partidario de seguir consultando a laicos y mujeres, pero menos proclive al micrófono improvisado que hacía temblar a los curiales.
En materia LGTBQ, su historial mezcla críticas a la “cultura pop” de Occidente (2012) con silencios recientes; suficiente para que progresistas crucen dedos y conservadores respiren aliviados… por ahora. Su primer gesto —bendecir desde el balcón sin sorpresas dogmáticas— sugiere que, al menos en la arrancada, primará la costumbre sobre la sacudida.
Quién lo puso ahí y por qué. El cónclave duró dos días y necesitó apenas ocho fumatas: la supermayoría de cardenales creados por Francisco se decantó por un perfil que garantice continuidad sin réplica fotocopiada.
Prevost aportaba tres claves: habla el español de la periferia, el inglés de la diplomacia y el italiano de la curia; no pertenece a la guerra cultural estadounidense que demoniza al Papa saliente; y conoce de primera mano la selva de abusos y finanzas que esperan al próximo inquilino de Santa Marta. Su elección, dicen dentro, busca cerrar la puerta a un giro reaccionario sin apostar todavía por reformas que partan la Iglesia por la mitad.
Los frentes que le esperan. León XIV hereda un tablero al rojo vivo: una guerra en Ucrania que divide a los católicos de Europa del Este, el debate sobre el diaconado femenino, la sangría de fieles en Occidente y un continente africano que pide voz mientras crece. Además, enfrenta la ofensiva de gobiernos que ven en la Iglesia un actor político incómodo, desde la Rusia de Putin hasta la Casa Blanca de Trump.
Su legitimidad inicial será medir cuánto del carisma misionero conserva el “Papa viajero” en un mundo que discute muros, migración y polarización digital. Si la historia pesa, su nombre elegido —León— evoca papas reformistas y diplomáticos. Ahora toca comprobar si la fiera ruge o simplemente busca mantener la selva en equilibrio.