Especial para The Washington Post - Alexander M. Stephens
Hoy hace treinta y cinco años, el presidente Ronald Reagan promulgó la Ley contra el Abuso de Drogas (ADAA por sus siglas en inglés) de 1986. Ordenó largas condenas carcelarias para los arrestados por pequeñas cantidades de crack, una forma de cocaína entonces ampliamente asociada con los vendedores y consumidores negros, mientras que permitía indulgencia para las personas atrapadas con la versión en polvo, más cara, de la misma droga.
Desde entonces, la legislación se ha convertido en uno de los frentes más notorios de la guerra bipartidista contra las drogas, un excelente ejemplo de cómo los legisladores atacaron a las comunidades negras para vigilarlas y encarcelar a sus habitantes. El mes pasado, la Cámara aprobó un proyecto de ley para deshacer las disparidades en las sentencias del ADAA. Si el Senado refrenda la aprobación, esto aliviaría a personas encarceladas durante años bajo la ley anterior.
Pero una sección menos conocida de la ADAA dejó un legado que pocos en el Congreso quieren revertir, aunque también es la causa para la expulsión forzosa de cientos de miles de personas de sus comunidades. Esta cláusula ordenó la creación de un proyecto piloto cibernético para vincular a la policía local con las agencias federales de inmigración en cuatro ciudades. El objetivo era facilitar la deportación de los inmigrantes acusados de violar las leyes de drogas.
Con el tiempo, la iniciativa evolucionó y se combinó con otras leyes para formar la base de los programas nacionales utilizados para deportar a las personas acusadas de hasta los más simples delitos. Al igual que las disparidades en las sentencias entre el crack y la cocaína en polvo, estos programas se basan en prejuicios raciales y están motivados por intentos de castigar y excluir.
El creciente énfasis en las drogas, el crimen y los inmigrantes en la década de 1980 reflejó tendencias en lugares específicos, incluidos algunos que habían sido periféricos a debates anteriores sobre políticas de inmigración. Seis años antes de que se aprobara la ADAA, llegaron al sur de Florida casi 125.000 cubanos en una migración masiva conocida como el éxodo de Mariel. Una bienvenida inicialmente cálida rápidamente se volvió hostil.
Primero, circularon reportes de que algunos de los recién llegados de Cuba eran expresidiarios. Luego, la prensa destacó las afirmaciones sobre las actividades violentas e ilícitas de ciertos "marielitos", en particular los que comercializaban cocaína, que se habían labrado un centro de operaciones en Miami a medida que aumentaba la demanda estadounidense por la droga.
Los prejuicios de larga data que vinculan la negritud con la criminalidad afectaron la forma en que los habitantes de Miami veían a los recién llegados, muchos de los cuales eran afrodescendientes. Algunos marielitos violaron las leyes, aunque fueron mayormente robos y allanamientos en vez de homicidios. El público y los políticos tendieron a exagerar la amenaza e ignorar el sesgo racial que influía en una vigilancia policial selectiva que provocó la criminalidad en muchos de ellos vía condenas penales innecesarias.
Algunos en el sur de Florida respondieron exigiendo aún más represión. En 1982, un gran jurado del condado de Dade presentó un informe alegando que el área sufría de "problemas gemelos": los migrantes y las drogas. Los autores criticaron "el fracaso federal para detener el flujo de extranjeros ilegales". La llegada de decenas de miles de migrantes negros provenientes de Haití junto con los cubanos que llegaban en botes había contribuido al clima reaccionario que produjo el informe del gran jurado. Los autores señalaron a los "criminales del Mariel" en sus quejas y propusieron una solución: un sistema que conectara a la policía local con los agentes de inmigración para facilitar la deportación de inmigrantes que hubieran sido arrestados o procesados por cargos criminales.
Los funcionarios estatales y la delegación de Florida para el Congreso llevaron esas demandas a Washington, uniendo fuerzas con políticos de otras regiones con grandes poblaciones de inmigrantes, incluyendo el sur de California y la ciudad de Nueva York. Si bien la política de control de la inmigración se había centrado durante mucho tiempo en las fronteras internacionales y en los puertos de entrada, las organizaciones antiinmigrantes y un número creciente de legisladores pidieron mayor vigilancia de las autoridades a todas las comunidades estadounidenses. Para lograr eso, abogaron precisamente por el tipo de colaboración entre instancias locales y federales que había sido ideada por el gran jurado del condado de Dade y que luego se materializó en la ADAA.
El proyecto piloto basado en redes cibernéticas establecido a través de la ADAA comenzó en Miami y otras tres ciudades. Era parte de un programa emergente centrado en la deportación de "extranjeros criminales", un término vago popularizado por las fuerzas del orden público para incrementar la supuesta amenaza que representaban los inmigrantes mexicanos sin estatus legal. Inicialmente, los legisladores lo aplicaron con frecuencia a grupos de haitianos, jamaiquinos, y a los cubanos del Mariel, en audiencias sobre inmigración y narcotráfico. Pero, durante la siguiente década, las nuevas leyes y políticas ayudaron a las agencias de inmigración a conseguir el apoyo necesario para llevar a cabo una aplicación aún más agresiva de la ley, ya que podían presentar a un grupo cada vez más amplio de personas como "extranjeros criminales", incluidos muchos con tan sólo una condena por delito menor y otros cuya única transgresión fue reingresar al país sin autorización.
Entretanto, los activistas antiinmigrantes promovieron una historia básicamente falsa sobre las conexiones entre la inmigración y el crimen. Sus esfuerzos para expulsar a las personas que habían estado en Estados Unidos durante años y reducir drásticamente la inmigración futura se intensificó durante una época en la cual muchos de los que llegaban procedían de Asia, América Latina y el Caribe. Al igual que contemporáneos favorables a la superioridad nativa, periódicamente invocaban el fantasma de los "criminales violentos" que llegaron desde el muelle de Mariel para apoyar políticas extremadamente represivas.
En 2006, el Departamento de Seguridad Nacional, recientemente establecido, consolidó varios esfuerzos en curso para formar el "Programa de Extranjeros Criminales". Una iniciativa conocida como "Comunidades Seguras" (“Secure Communities”) debutó dos años después. A través de un acuerdo con el FBI, “Comunidades Seguras” proporciona a los agentes de inmigración acceso a las huellas dactilares de las personas arrestadas por la policía local en todo el país y las incluye una base de datos federal de inmigración. Luego, el sistema determina cuales personas que podrían ser deportadas.
Los grupos de derechos de los inmigrantes pidieron que se pusiera fin al programa casi tan pronto como se inició porque permitía la elaboración de perfiles sesgados racialmente y deportaba a personas con sólidos lazos comunitarios, incluso a algunas con estatus legal, que no tenían antecedentes penales o cuyos únicos delitos eran infracciones de tránsito. Los estudios también determinaron que este tipo de programa afectaba de manera desproporcionada a los inmigrantes negros porque la vigilancia policial, racialmente sesgada, hacía más probable que se vieran atrapados en los sistemas legales penales locales que servían como puntos de entrada al canal de deportación.
En respuesta a la presión de los activistas, la Casa Blanca de Obama cambió el nombre de “Comunidades Seguras” y trató de adaptar el programa para supuestamente enfocarse en "criminales serios". La administración Trump revirtió rápidamente esa decisión, y ahora el presidente Biden está intentando imponer restricciones una vez más. Pero durante este tiempo, los agentes del Programa de Extranjeros Criminales han utilizado esencialmente el mismo sistema para marcar a las personas para su deportación. De 2009 a 2019, varias versiones de “Comunidades Seguras” facilitaron la expulsión de más de 686.000 personas de sus comunidades.
Después de décadas de trabajo de organizadores y defensores, el Congreso puede finalmente poner fin a las disparidades en las sentencias que creó en la década de 1980. Mientras tanto, e; programas antiinmigrantes con raíces en la misma legislación de la guerra contra las drogas se han convertido en parte de la infraestructura básica contra la inmigración que los legisladores de los dos partidos principales dan por sentado. Al menos hasta que haya suficiente presión como para que empiecen a cuestionarla.
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Información del Autor:
Alexander M. Stephens es candidato a doctorado en historia en la Universidad de Michigan y escribe sobre migración, raza y criminalización en los Estados Unidos y el Caribe.
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