Por Olga Imbaquigo – Especial para El Tiempo Latino
“Si necesitas algo déjame saber”. “Estoy aquí para ti”. “Lo vamos a lograr”. “No te des por vencida”. “No estás sola”. Estas frases durante los momentos más difíciles de la pandemia fueron el bálsamo contra el cansancio y el miedo que vivió el personal de salud, durante los primeros meses de la pandemia en el 2020.
Dany Arcely Montaño, enfermera boliviana, quien trabaja en el hospital Holy Cross, en Germantown, recuerda que al entrar a las habitaciones de los pacientes con coronavirus le recorría un escalofrío de la cabeza a los pies. En esos momentos afloró lo mejor de trabajar en equipo en las unidades hospitalarias. Hubo tiempo para llorar y para sonreír y los colegas nunca fallaron con un gesto o unas palabras de aliento. “Es algo inexplicable lo que el cariño y la preocupación de un compañero consigue justo en momentos en los que el mundo parece hundirse a nuestros pies”.
Como los soldados estuvo y sigue en la primera línea del frente, excepto los días de mayo del año pasado en los que el coronavirus la zarandeó con fiebres, dolores de huesos y de músculos. Después, pese a la interminable fatiga, volvió y allí continúa sin descanso.

“Comencé a trabajar en el hospital en febrero del año pasado como asistente de enfermería y cuando llegó la pandemia era como estar dentro de una película de terror”, cuenta Montaño, quien ya traía desde Cochabamba 10 años de experiencia como enfermera, pero en Estados Unidos trabajó en limpieza, de mesera y de niñera.
“Imagínese lo traumático de ver a tantos pacientes lamentándose que les faltaba aire, el temor de abrir la puerta y no saber si aún estaban con vida o los habíamos perdido. Al principio de la pandemia, esa fue la parte más terrible a enfrentar día tras día. La tristeza de ver a las familias perder a sus seres queridos, de llevárselos en fundas post mortem, el agotamiento emocional y físico y el pavor de contagiarnos. No era una película de terror, era la realidad. Había que verla para entenderla”.
Lo recuerda como si fuera ayer. Era un hombre hispano joven y fuerte. Estaba muy agitado y ella le sonrió, pero la máscara y el cobertor de plástico sobre su rostro impidieron que ese gesto tan humano le diera algún consuelo al enfermo. Pese a tener respirador artificial notó que su nivel de oxígeno era muy bajo. “¿Qué puedo hacer para hacerlo sentir mejor?”, le preguntó: “sólo ayúdeme a sentarme”, le pidió.
Cuando se lo llevaban a terapia intensiva, el doliente le inquirió: “¿Me voy a morir?”. Un no y una sonrisa que volvió colisionar contra la mascarilla obtuvo por respuesta. “Días después quise saber de él. Había muerto dejando dos niños muy pequeños y una esposa. Ese día me desarmé. Como esas vi muchas historias de mi gente hispana”.

En medio de esa desolación, ver a un paciente que entró ahogándose y que se fue a casa respirando por su cuenta aún sigue siendo una ligera centella de esperanza y un trofeo al esfuerzo y dedicación. “No imagina lo gratificante que era para mí hablarles en español a quienes tenían más dificultad de comunicarse. Devolverlos a las familias fuera de peligro es la mejor recompensa”. La mayoría de enfermos en aquellos aciagos meses era de origen hispano.
Ella asegura que hora se ven menos pacientes y que el hospital ha establecido una unidad para atenderlos, sin bajar la guardia, porque siguen llegando enfermos de coronavirus, siguen enviándolos a cuidados intensivos, la mayoría se pone bien en pocos días y vuelve a casa, pero algunos se mueren. “Diría que de cada 10 que llegan, cuatro son hispanos”.
Montaño está en el proceso de obtener sus credenciales de enfermera. Lo está haciendo de la mano de Welcome Back Center, del condado de Montgomery. Esta es una organización que ayuda a los profesionales a convalidar sus estudios en el exterior, aprender inglés y obtener sus licencias laborales.
En tiempos de emergencias los doctores, las enfermeras o las auxiliares tienen que hacer de todo. La pandemia demostró hasta el colmo lo que es trabajar en equipo. Cuando faltaban camilleros, allí estaban trabajadoras como Montaño para empujar una camilla o la silla de ruedas y llevar al paciente en franca recuperación hasta la salida a reunirse con un familiar. “Les decíamos que no se toquen, que no se acerquen, pero la felicidad de verlos vivos era muy poderosa y esa era nuestra realización”.
Los doctores, las terapistas, las enfermeras, los técnicos, los camilleros y la gente de limpieza son el sostén para mantenerse en pie en un hospital, con horarios que a veces superan las 12 horas. Montaño quiere, además, que la familia y los amigos sean reconocidos como un refugio y una fuente inagotable de ánimo e inspiración para empezar el día que en un hospital siempre es incierto y más en medio de una pandemia. “En mi caso, mi esposo Michael y mi pequeño Andrés son mi mejor estímulo”.
Sí por allí le han soltado el comentario que tal vez, en tiempos de pandemia, no vale la pena ser enfermera, Montaño tiene la respuesta. “Yo solo sigo a mi pasión. Cuidar a un paciente es un arte, no hay nada que dé más alegría que darle aliento a un enfermo en el lugar en el que menos quiere estar y verlo irse a su casa tan agradecido. Eso quiero hacer el resto de mi vida. Estoy cada vez más cerca de alcanzarlo, porque no sé darme por vencida”.
Mientras llega ese día, sigue haciendo el mismo ritual lento pero seguro: ponerse el uniforme, los guantes, la mascarilla, el gorro quirúrgico, el protector plástico en todo el rostro, el batón, las zapatillas quirúrgicas y una sonrisa que ahora nadie la puede ver. Así está lista para cambiar las sábanas, tomar los signos vitales, la presión y el oxígeno y hacer de traductora cuando “mi gente me necesita”.
