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La última risa de los Clinton

La era de los Clinton y su poder hegemónico se hace presente hoy en día en el grupo de Demócratas moderados que han paralizado los planes de la administración Biden en áreas tan diversas como el derecho al voto y la infraestructura.

Las posiciones del Senador Manchin (D-WV) evocan la época de poder de los Clinton. Foto: The Washington Post.

Janan Ganesh

No solo son sus mortificantes discursos con pequeñas audiencias.  Y ni siquiera su degradación ética derivada del movimiento MeToo.  “La caída de la Dinastía Clinton” – un titular que reaparece cada cierto número de años – es nada más y nada menos que la caída de la izquierda moderada en si misma.  Los progresistas han aceptado la otrora solitaria descripción hecha por Christopher Hitchens sobre la presidencia de Bill Clinton como una de políticas mal hechas y sólo valiente en el encarcelamiento de minorías y el despojo de los pobres.

Cuando el secretario del Tesoro de Clinton se preocupa abiertamente del costo del auxilio para la pandemia, lo critican por ser chapado a la antigua.  Cuando un estratega de la era Clinton advierte al partido sobre la cultura “del despertar” (“wokeness”), lo hace prácticamente en solitario.  A una derecha Demócrata que alguna vez estuvo a cargo de los EEUU – y de todo occidente a través de movimientos hermanos – ahora le cuesta conseguir audiencia.

Sólo le queda un premio al cual aferrarse como consolación.  Pero ese premio es decisivo en el manejo del país.

El renombrado viraje de Estados Unidos hacia la izquierda se está paralizando.  Se rumora que el plan de infraestructura del presidente Joe Biden ha sido diluido a la mitad de su valor original de $2,3tn (millones de millones de dólares).  Es difícil que se apruebe en su forma actual ninguna legislación para reformas del derecho al voto o de la discriminación salarial.  Al mismo tiempo, el presidente se está suavizando en cuanto a incrementos del impuesto corporativo para financiar su nueva Jerusalén.  Hasta ahora, entonces, la base legislativa para comparar a Biden con Franklin Roosevelt es la ley de auxilios por la pandemia, una medida básicamente transitoria.  Y esto es antes de elecciones intermedias que han destrozado a los dos últimos presidentes Demócratas.

Llegados a este punto, es natural culpar la intransigencia de los senadores Republicanos.  Hasta usaron el filibustero, el cual sólo puede romperse con dos tercios de los votos de su cámara, para impedir la investigación de la toma del Capitolio.  Pero el presidente no está fallando únicamente en lograr esa mayoría cualificada.  Está teniendo cada día más problemas en lograr una mayoría simple.  Y son sus colegas de mente conservadora, Joe Manchin de West Virginia y Kyrsten Sinema de Arizona, quienes le están bloqueando el camino.

La derecha Demócrata se encuentra en un problema peculiar.  Pocas veces ha sido menos atractiva o gozado de menor beneplácito.  Al mismo tiempo, es el voto decisivo para la administración.  Algo tipo el punto medio de la división ideológica; Manchin tiene más poder en términos efectivos que todos menos un puñado de individuos en los EEUU.  Invocando al antiguo jefe Republicano del Senado, una de las del “Equipo” de Representantes de izquierda lo ha descrito como el “nuevo Mitch McConnell”.  Con amenaza un poco más sutil, aunque sin estricta puntería, Biden mismo se refiere a “dos miembros del Senado que votan más con mis amigos Republicanos”.

La regresión a la media estilo Clinton les sobrepasa, sin embargo, y sobrepasa la esfera doméstica.  Biden ha desafiado los llamados liberales a que excomulgue Arabia Saudita por sus turbias aventuras foráneas.  Su no menos controvertida reunión con el presidente Vladimir Putin de Rusia la semana que viene hace recordar el “recomienzo” de Hilary Clinton como secretaria de estado.  En cuanto a la vicepresidenta Kamala Harris, tuvo palabras directas para los potenciales migrantes en Guatemala esta semana.  “No vengan”.  Hace una generación, habríamos denominado eso una triangulación.

Si se puede distinguir una sonrisa irónica en los labios de los Clinton, es sólo medio merecida.  La derecha Demócrata de hoy es distinta, al menos en estilo, de sus antepasados tecnócratas.  Sinema es una antigua mormona y trabajadora social.  El estado de Manchin es un (injusto) ejemplo de retraso.  Al igual que el senador Bob Menéndez, otro de ese grupo, ambos fueron elegidos en un mundo post milenio de terrorismo e inseguridad económica.  Es difícil imaginarse a su ala del partido haciendo amistad con, digamos Emanuel Macron de Francia a la manera en la cual los Clinton lo hicieron en su día con líderes de predilección por lo moderno.

Con bastante frecuencia, sin embargo, su influencia se reduce a lo mismo.  En sustancia, es una aversión a más impuestos y un leve conservadurismo social.  En tácticas, es la falta de apetito para enfrentamientos partidistas.  Como bloque en, por ejemplo, reforma del voto, la derecha Democrática es desquiciante y quizás inconcebible.  Pero un partido sin ellos carecería de un atractivo suficientemente amplio para gobernar.

Entre las cosas más raras que me ha tocado vivir está la redefinición de la era de mi juventud como “neoliberal”.  Uno no sabría que Clinton aprobó el más reciente aumento integral de impuestos federales.  O que Tony Blair todavía tenía un déficit fiscal en el 2007, el decimoquinto año de crecimiento económico en Gran Bretaña, porque era así de lujoso.

Ya sea por amnesia o por mala fe, la Tercera Vía es calumniada en aras de rendirle una cobarde pleitesía a los ochenta, por algunos ya suficientemente mayorcitos como para saber que eso es de mal gusto.  En realidad, fue una corrección generosa para ellos.  La izquierda cuidadosa y no-ideológica tiene un engañoso poder para lograr reformas.  Si sobrevive, no saldrá ganando únicamente el ego de los Clinton.

Desde su publicación inicial este artículo ha sido enmendado para corregir el número de votos requeridos para romper un filibustero.

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